¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Ocnos. Luis Cernuda
El fútbol era la revelación de las mañanas sabatinas sin colegio. La infancia es más hebrea que otra cosa. El sabbat era la fiesta y lo sagrado redondo para la chiquillería. Horas y horas dándole a la pelota, con frío, lluvia, calor o viento. El fútbol era tiempo interno, tiempo gozoso, sin burdos distingos meteorológicos. Mañana llueve. Pasado ventea. Hoy truena por dentro y por fuera. La vida no era futuriza, condicionante. El fútbol era la libertad frente a las normas sociales y las convenciones cada vez más falaces de la adultez. Misa de doce los domingos, mirábamos el reloj, ¡ahí va! Las doce y media y nosotros seguíamos comulgando con la hostia esférica del balón en los patios de cemento del barrio. El domingo es otro sábado, barnizado de tristeza y acabamiento. El tiempo sin tiempo cernudiano es judaico y tercamente nostálgico. Las aspiraciones parecían católicas con formato de petición y deprecación. El corazón era israelita en la caja torácica del fútbol, de nuestro fútbol. Porque esa es otra, ni siquiera era fútbol lo que hacíamos, era jugar a la pelota en un campo estrecho, con medidas irregulares, sin porterías canónicas, sin reglamento firme, sin árbitro. Era nuestro fútbol, contracultural, callejero y didascálico. Era la anarquía embutida en la inocencia y su griterío. Era una acracia deportiva y ferviente engastada en la sima de los bloques de pisos con su urbanismo amazacotado y apretado y su economía apretadísima, que nos servía para asimilar que la calle y la picardía tenían como preceptor aristotélico darle al balón: “mano, ha sido mano. Me dio en el pecho. Párate, no vale. Fullería”. Jugábamos y retransmitíamos en directo y en abierto. Nos sentíamos protagonistas y visibles. Habíamos entendido en primitivo que el fútbol albergaba un potencial mediático insospechado. Como también entendimos, con el paso de los años, que nuestro fútbol era una religión de arrabal con las rodillas y los codos desollados que se le olvidaba ir a misa de doce. La fe era alcanzar al esprint un balón largo que volaba por los aires limpios de la niñez y le susurraba a las ventanas del vecindario una rotura plena de cristales a modo de campanario futbolero de barriada: “niño, la pelota, es la segunda vez que pasa rozando. A la tercera, señor, a la tercera, que es el número más místico y religioso de todos”. Desde fuera y, paradójicamente, desde las alturas nuestro fútbol carecía de perspectiva sagrada. Se pensaba que era un ocio barato y bullanguero: “niño, la pelota. Si rompéis, pagáis”. El fútbol pequeño y público era un atentado contra la propiedad privada. Jugábamos, vivíamos, asediados de ventanas y ojos avizores que amenazaban con el dinero. Chutábamos con la presión del dinero. El mismo chut presionado que se practicaba en nuestros hogares. Habíamos descubierto, sin querer, que el fútbol tenía su potencial dinerario y que la gente espabilada lo investiría de ganancia y rebosadura millonaria. El mercantilismo del hipotético cristal roto derivaría al pago por visión y la tierra prometida pasaba por derribar a pelotazos el muro de las lamentaciones de las circunstancias. El futuro se ganaba a base de pundonor contra el equipo bien ponderado del éxito y la pasta, el favorito de la sociedad y de los medios de comunicación. Los sociólogos y los psiquiatras se ponían solemnes y vaticinaban la era del vacío, cuando en el vacío ya había una era, pero se trataba de una era futbolera como espacio socializador que nunca salía en las páginas de los periódicos, copadas por los futbolistas multimillonarios.
Por abajo, los niños ya no juegan al fútbol en la calle. Han dejado de ser religiosos, aunque los lleven en coche a misa de doce. Han dejado de estar profundamente comprometidos con el juego serio de sus vidas: dar pelotazos en los bloques de pisos y cantarlos como un gol victorioso. Lacrar con sangre propia el cemento duro de las barriadas a las que vuelven los políticos por elecciones con el anverso de servicio público y el reverso de casta privilegiada, la medalla que les ofrendó la soberanía nacional. Vuelven en busca de papeletas y después vuelven a guardar las barriadas en las urnas democráticas del olvido. He escrutado y escrutado y ya no se ven pequeños nómadas callejeros con faz de estancias agridulces dispuestos a echar un partido con la primera pelota iluminada que se aparezca para estampar contra ella de un patadón la grisura y la soledad en las horas santas del sabbat en la calle. El fútbol era la venganza legítima de la rutina; el instinto ritualizado de los perdedores. La socialización del individuo se resolvía a balonazos.
Por arriba, lo peor de todo, el fútbol, nuestra golosina espiritual, es una variante más del jeyondo jurdó.