viernes. 29.03.2024

Quisiera no escribir hoy sobre Rafael Chirbes

La literatura de Chirbes se nutre de los elementos más humanos. Elabora su prosa con la arcilla de la memoria y el respeto absoluto por su oficio, alejado de modas y del barullo mediático, pura artesanía narrativa.

Cómo me cuesta, porque no me gusta nada, escribir sobre alguien que acaba de morir. Y se hace todavía más difícil cuando se trata de una persona tan admirada, tan querida; cuando su figura literaria, toda su obra, están tan arraigadas a la vida de uno. Quisiera no escribir hoy sobre Rafael Chirbes, pero su nombre se me aparece sobre el teclado, una y otra vez, sin que mis dedos puedan evitar recorrer la secuencia fantasmal de letras que lo componen. La noticia de su muerte, el pasado sábado, me conmocionó como pocas. No lo conocía, no, al menos, personalmente, pero sus novelas, sus ensayos y libros de viajes, su familiar voz narradora, me han acompañado a lo largo de toda mi vida adulta y, de alguna manera, esa intensa relación nuestra de mutua fidelidad literaria (porque yo nunca dejé de leerlo y él jamás me defraudó con ninguno de sus libros), acabaría forjando un vínculo casi tan estrecho como el de las más íntimas amistades. Es el milagro de la gran literatura y la suerte enorme de haber sido contemporáneo de un escritor fabuloso. Recuerdo la emoción con que acogía la noticia de cada nueva publicación suya, mis visitas impacientes a la librería antes de que el libro hubiese sido distribuido… las inmensas horas de lectura que me ha proporcionado, sus fascinantes monólogos interiores… todas esas novelas con las que he ido creciendo, con las que he disfrutado y aprendido tanto. Porque tenía apenas veinte años cuando empecé a leerlo, y mi afición y mis gustos literarios, mi forma de ser y de mirar el mundo, de entender la vida y la escritura, en buena medida, fueron modelándose bajo su influencia.        

La literatura de Chirbes se nutre de los elementos más humanos. Elabora su prosa con la arcilla de la memoria y el respeto absoluto por su oficio, alejado de modas y del barullo mediático, pura artesanía narrativa. Sus novelas tienen una carga importante de pesimismo (existencial) y de amargura, y reflejan las miserias de una sociedad lastrada por su hipocresía y su tendencia al olvido. La soledad, la traición, el sentimiento de derrota, el peso de las relaciones familiares, la profunda herida que la guerra civil y la posterior dictadura infligieron a varias generaciones de españoles… Toda su obra está entretejida de voces del pasado que pueblan el presente como los fantasmas de Comala. Voces que, en el trance efímero de la lectura, consiguen reparar la injusticia del olvido y la muerte. Chirbes escarba en el autoengaño, en las falsas apariencias, en el fin de las ideologías y sus consecuencias en un mundo que ha perdido sus referencias y el material con el que cimentar sus proyectos políticos más allá de los intereses económicos. Qué paradoja que, precisamente él, vaya a ser recordado por una serie de televisión basada, de forma muy superficial, en una de sus novelas. El menos mediático de nuestros escritores, el más descreído. Supongo que es el peaje de una época, la nuestra, en la que nada es lo suficientemente real o valioso, y mucho menos exitoso, si no ha aparecido alguna vez en la televisión.

Al parecer, antes de su muerte tan prematura, ya había entregado a su editorial el manuscrito de una nueva novela. También ha dejado unos diarios. La urgencia por leerlos es la misma que sentía hace veinte años. Es el consuelo egoísta de sus lectores, también la posibilidad de releerlo, desde Mimoun hasta En la orilla.

Hace dos años, asistí a una charla de Chirbes en la UNED de A Coruña. Habló de su obra y de sus referencias literarias, de su visión de la crisis y su perplejidad ante el éxito que le había sobrevenido con sus últimas novelas. Se despidió diciendo: “De todo lo que he dicho aquí hoy, no me hagan ustedes ni puto caso”.

Adiós, maestro.

Quisiera no escribir hoy sobre Rafael Chirbes