jueves. 28.03.2024

Política y estereotipos

La afición de Aznar por el pádel hizo mucho daño a los progresistas amantes de este deporte en los noventa, y no quiero pensar cómo habrá afectado a los clientes de Alcampo que Pablo Iglesias marque tendencia con ropa exclusiva de este establecimiento. 

anser

A veces tiene uno la sensación de que todo en la vida se reduce a una cuestión política. La elección de nuestra ropa, el barrio en que vivimos, los bares y restaurantes que frecuentamos, los canales de televisión o las emisoras de radio que sintonizamos, los libros que leemos y, cómo no, el periódico que llevamos bajo el brazo, también el corte de pelo y otros innumerables hábitos y pequeños detalles de nuestra vida, pueden definirnos palmariamente a los ojos de esos avezados analistas políticos que escudriñan sin descanso la realidad circundante, ya sea desde las más altas instancias periodísticas o desde la barra de un bar, desde el escritorio contiguo en la oficina o la mirilla del piso de enfrente. Es un dilema que viene de lejos, lo sé, y que limita nuestra libertad de expresión de la peor de las maneras: con una rígida, y por momentos neurótica, autocensura que favorece, precisamente, que los estereotipos se perpetúen y los escudriñadores se multipliquen. Sin duda, la irrupción de la moda hípster ha contribuido favorablemente a que los muchachos de las nuevas generaciones del PP puedan cubrir sus rostros con pobladas barbas sin miedo a que los confundan con izquierdosos o muertos de hambre, pero qué hombre menor de cincuenta años (a partir de esa edad, he observado menor hostilidad), en este país, que se haya dejado crecer un díscolo bigote no ha tenido que aguantar que lo tilden de facha o de picoleto (facha también, entiéndanme). La afición de Aznar por el pádel hizo mucho daño a los progresistas amantes de este deporte en los noventa, y no quiero pensar cómo habrá afectado a los clientes de Alcampo que Pablo Iglesias marque tendencia con ropa exclusiva de este establecimiento. Pero el colmo de todo esto es, por supuesto, nuestra bandera nacional, ese prejuicio hecho tela de colores. Llevar la bandera española en una camiseta o en una pulserita sigue teniendo hoy (tras casi cuarenta años de democracia) unas connotaciones bien claras. En el PP se luce con orgullo; en el PSOE, IU, Podemos y partidos nacionalistas su presencia genera, al menos, desazón, y en muchos casos urticaria. En lugar de unir, fomenta la controversia y la aversión. Es un lastre que no tienen otros países de nuestro entorno, una grieta en los cimientos de la que nadie ha querido nunca hacerse cargo y que cada día parece más difícil reparar. Un debate pendiente.

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