martes. 23.04.2024

La pereza y el verano

No hay veranos como los de antes, los de nuestra infancia y juventud, los ociosos y larguísimos veranos de los estudiantes.

No hay veranos como los de antes, los de nuestra infancia y juventud, los ociosos y larguísimos veranos de los estudiantes. A partir de cierta edad, es sabido que todo parece precipitarse, que las estaciones y las fechas relevantes se nos echan encima con una desquiciada urgencia cíclica, que el tiempo se acelera como la cuenta atrás de esa bomba cinematográfica a la que el protagonista le ha cortado el cable equivocado. La vida adulta, además, fomenta el estrés, lo laborioso, la actividad permanente. Pocos son los afortunados que pueden tomarse un mes entero de vacaciones y, por otro lado, dadas las actuales circunstancias sociales y económicas, con tanta gente desempleada y pasando verdaderos apuros vitales, no es el mejor momento para fantasear con lentas jornadas de improductivo asueto.

No obstante, y a pesar de su mala prensa, me parece importante seguir reivindicando ese derecho a la pereza del que nos hablaba Paul Lafargue, allá por 1880, y que durante un tiempo fue dogma de aquella vieja fe en el progreso y el desarrollo tecnológico como garantía de un futuro de paz, libertad, bienestar y ocio. “Una extraña pasión invade a las clases obreras… es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo… En vez de reaccionar contra esa aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacrosantificado el trabajo… ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé tú el bálsamo de las angustias humanas!”.

Hoy en día, alardear de que trabajas poco o que tu empleo te deja mucho tiempo libre y, además, te resulta de lo más llevadero, puede depararte no ya la envidia (que sería cosa natural) de tu interlocutor, sino el desprecio inmediato. Cuesta encontrar a alguien que no presuma de lo contrario, “¡No tengo tiempo para nada!”, “¡Estoy de trabajo hasta arriba!”, con alienado orgullo… personas, incluso, de las que conocemos de sobra la ligereza de sus quehaceres.

Estar permanentemente ocupado (sea o no por cuestiones laborales) es una moda perversa que atenta contra el aburrimiento y la imaginación, también contra la cultura. Leer, por ejemplo, precisa de generosos y sosegados momentos de holgazanería que cada vez menos gente se puede, o se quiere, permitir. Ahora, regresa el verano, todavía con ese sabor antiguo de desocupada indolencia, de tiempo gustosamente perdido. Yo todavía aspiro a pasar uno de esos veranos de antes.

La pereza y el verano