viernes. 29.03.2024

¿No nos representan?

Cierto es que no debemos olvidar cómo hemos llegado hasta aquí, quiénes fueron los artífices de este desastre: la locura especulativa, el obsceno despilfarro de dinero público, la corrupción...

Cierto es que no debemos olvidar cómo hemos llegado hasta aquí, quiénes fueron los artífices de este desastre: la locura especulativa, el obsceno despilfarro de dinero público, la corrupción, la tórrida sumisión de los sucesivos gobiernos ante las llamadas agencias de calificación, ante las caprichosas exigencias del mercado todopoderoso y los trajeados yonquis de la especulación financiera... Hay más, y todavía hoy, a pesar de todo, seguimos aferrados a la idea de la rentabilidad económica como medida única del valor de todo lo que hacemos y finalidad de nuestra existencia. Si no consigues monetizar (disculpen el palabro) tu talento, diría que tu vida, eres un paria. El gran José Luis Sampedro decía que esta concepción de la vida es “un reduccionismo economicista absolutamente aberrante. Es confundir una economía de mercado con una sociedad de mercado. Vivimos en una sociedad que da valor a lo que tiene precio en el mercado y no valora lo que no lo tiene… y como decía Antonio Machado: cualquier necio confunde valor y precio”. Nuestros propios gobernantes no tienen pudor en hablar del país como marca, reduciendo nuestras vidas a meros valores contables. “Nos educan para ser productores y consumidores, para ser súbditos y no para tener pensamiento propio”, otra vez Sampedro.

No obstante, no podemos dirigir únicamente nuestra mirada y nuestros reproches hacia gobiernos, partidos políticos y banqueros. A menudo, y sobre todo en tiempos de bonanza económica, los ciudadanos de a pie solemos dejarnos llevar con manso borreguismo por las corrientes hacia las que esa plutocracia nos arrastra; asumimos o ambicionamos el estilo de vida de las élites como modelo del éxito y despreciamos alegremente a quienes tratan de advertirnos (¡esos aguafiestas!) de la trampa, del riesgo de tanta frivolidad. Son nuestros votos los que ponen a tan reprobados gobernantes en sus cargos. Somos nosotros quienes toleramos o justificamos muchas veces conductas poco éticas o abiertamente corruptas en función de nuestros intereses o inclinaciones políticas, quienes perpetuamos la imagen del triunfador en función del dinero acumulado, del coche más grande. Somos nosotros quienes diariamente elegimos entre abrir un libro y encender la televisión (¡Ay, la cultura!). Los políticos nos han decepcionado, pero ¿podemos estar seguros de que, en realidad, no nos representan?

¿No nos representan?