Hacía mucho que no me pasaba. En realidad, ni siquiera puedo estar seguro de que me haya pasado alguna vez. Recuerdo ver películas en salas casi vacías, con solo uno o dos espectadores más desperdigados en la exagerada amplitud del cine, disminuidos ante las dimensiones fantásticas de la pantalla y las figuras enormes de los actores. Siempre que me he visto en esa situación me sobreviene una especie de vértigo, una sensación casi vergonzosa de despilfarro. Todas aquellas butacas vacías, el absurdo de proyectar la película solo para las cinco o seis personas que nos hemos dejado caer por ahí, como buscando cobijo o un lugar donde ocultarnos o pasar desapercibidos entre las sombras clandestinas de la sala, como en una vieja película de espías, como Lee Harvey Oswald en su desesperada huida tras el magnicidio.
El domingo pasado, la impresión de estar incumpliendo alguna norma ignota o de haberme colado donde no me correspondía, incluso de estar molestando a quienes a aquella hora de la noche todavía estaban trabajando, acondicionando la sala, pendientes de que la proyección no sufriese ninguna alteración y las luces se atenuasen en el momento adecuado, a quienes antes de entrar me habían vendido las entradas e indicado el número de la sala a la que debía dirigirme, sabiendo que en aquel pase solo mi acompañante y yo veríamos la película, fue tan fuerte que, por un momento, ambos tuvimos la tentación de salir y disculparnos por el atrevimiento. Porque era muy raro estar allí los dos solos, como si nos hubiésemos sentado en el sofá de casa frente a la sobredimensionada pantalla de nuestro televisor, los dos muy juntos en el centro de aquel espacio inhabitado. Nos daba un poco la risa. Una risa nerviosa y avergonzada, ¿todo aquello solo para nosotros? Aquella sesión privada nos parecía un derroche que el coste de nuestra entrada no alcanzaba a pagar, una especie de lujo inmoral, como esos caprichos desproporcionados, de imaginación infantil, que se da la gente muy rica por el mero hecho de tener dinero y no saber de qué otra forma gastarlo.
No obstante, enseguida empezó la película, Custodia compartida, de Xavier Legrand, y el terrorífico relato de ese divorcio envuelto en una violencia tan real que corta la respiración acabó por disipar nuestras dudas, atrapados de pronto por eso que llaman la magia del cine. Solo para nosotros.