jueves. 25.04.2024

¡Zas, en toda la boca!

La siguiente reflexión está fundamentada en y dirigida a la gente que vivimos en Madrid. No es excluyente, puede resultar de gran utilidad para todo hijo de vecino...

La siguiente reflexión está fundamentada en y dirigida a la gente que vivimos en Madrid. No es excluyente, puede resultar de gran utilidad para todo hijo de vecino, nunca mejor dicho (si usted no vive en Madrid, no importa, lea esta columna que seguro que le servirá para analizar lo que sucede en su ciudad).

Comencemos.

En primer lugar hay que recordar que la verdad nos hará libres. Así es que reconozcamos la verdad allá dónde se encuentre y asumamos lo que ella nos dice aunque no nos acabe de gustar. Lo que ha ocurrido el sábado 14 en Buenos Aires ha sido un sonoro bofetón, un ¡zas, en toda la boca! Esa es la verdad.

Al margen de explicaciones victimistas que han esgrimido velozmente los más zopencos, o de las cábalas conspirativas que han desvelado los repentinos expertos “COInólogos” (que parece ser que los hay), lo que ha ocurrido tiene una lectura mucho más sencilla y transparente. Madrid no le acaba de gustar al movimiento olímpico internacional, y ya nos lo han dicho hasta tres veces. ¿Qué será lo que no les gusta de esta ciudad? ¿Qué produce ese pavor paralizante, ese desconfiar perpetuo? Yo tiendo a creer que no les gusta lo que tampoco a mi me gusta y creo que es extensible a cualquier espíritu sensible, sea deportista o no.

Y es que Madrid desprende un fuerte hedor a ciudad declinante, proyecta una imagen descorazonadora, entre soberbia y paleta. La estrategia de desarrollo y urbanismo elegida por sus regidores en los últimos lustros es la enormidad, gigantismo que beneficia a los especuladores de suelo pero que cercena el espíritu ciudadano, enjaulando en una red de calles-autovias segregadoras del conjunto urbano al espíritu colectivo. En este modelo se está más cerca de la generación de guetos empobrecedores que del florecimiento urbano, más próximos a México DF que al Olimpo ateniense. Y ello no gusta, y lo que es peor,  no es fácil revertir la situación porque además de estar construidas la avenidas, incluso soterrada alguna de ellas, estamos endeudados a futuro (hasta tres generaciones de madrileños) y por tanto sin recursos para optar por otra alternativa.

Cuando las grandes ciudades se preparan para el siglo XXI combatiendo el vehiculo privado, imponiendo criterios sostenibles para la movilidad, potenciando la integración de barrios residenciales y distritos industriales o de negocios, acercando la vida doméstica a la vida profesional,  Madrid mira al siglo XIX y apuesta por el carruaje, eso sí de 16 válvulas. Y esto no gusta, nadie quiere ligar su marca (y menos el COI) a propuestas perdedoras, a proyecto caducos, al cemento enterrando a las personas.

Pero no creo que sea solo el desarrollo urbanístico lo que repele a la familia olímpica que podría cerrar los ojos ante esta enajenación constructora. Aunque conectado a ello, creo que un efecto aún más distanciador es la falta de expectativa y la carencia de emoción que emite Madrid (Pekín es ejemplo de ambas cosas voracidad constructora, pero símbolo de un mundo emergente). La ciudad que en los años 80 era la meca de la juventud europea, visitada litúrgicamente por toda persona involucrada en proyectos de creación o simples amantes de la vida, oquea en este 2013 buscando recuperar visitas con el único propósito de llenar las habitaciones de una hostelería que tampoco ha sabido conectar sus intereses comerciales con otros de tipo ciudadano.

Madrid es en estos momentos una ciudad monolítica, provinciana con un sentido reducido de la vida que rechaza la diversidad, una ciudad que persigue a las gentes que portan nuevas formas de pensamiento, de comprensión, de organización y comunicación social como el 15M (a quienes considera enemigos), está destinada a la indiferencia internacional. Cada año por el mes de junio se percibe un creciente  acoso a la comunidad gay y su lúdico modo de vivir la ciudad, siendo otro dato de la desenfocada visión que los regidores tienen de lo que es una ciudad y cómo se conecta y encandila a quienes no residen en ella.

Madrid ha sufrido una transformación osmótica, porque una clase de personas muy decente, muy de su casa y muy de los años 50 ocupa un puesto que no saben gestionar y dedican su tiempo y nuestra energía a componer un bonito cuadro regional, con corralas, chotis, vírgenes y cafés con leche, muy relaxing. Su caspa ha pasado a ser nuestra caspa. Madrid no es ya más que el sinónimo de la cesta de la corrupción y el desentendimiento de los problemas que ocupan a las grandes ciudades en el mundo. Madrid es una ciudad que ve a sus ciudadanos como si tan solo tuvieran interés en la visita a los centros comerciales. Así estamos, sin imagen, sin referencias y ser recursos.

Y eso lo percibe, y reniega de ello, hasta el movimiento olímpico.    

¡Zas, en toda la boca!