sábado. 20.04.2024

Hacer cosas absurdas razonablemente

Esta máxima que se atribuye a Terencio fija un tipo de conducta que describe perfectamente el papel de la izquierda moderada en los últimos tiempos. Su vocación de trabajar en el terreno de lo absurdo ha llegado a resultar proverbial, hasta haberse convertido en colaborador necesario para el desarrollo de políticas que, aun pareciendo razonables, atienden a una razón ajena el espíritu liberador de la izquierda.

Ocurre en el contexto general de la acción política de la socialdemocracia en Europa, su desdibujamiento y su salida de foco son los efectos de prácticas instaladas en el absurdo pero que pueden presentarse como razonables. Haber renunciado a transformar el mundo para convertirse en el relator de los logros históricos en educación, sanidad y pensiones, ha alejado a la izquierda convencional de su fuelizador, el impulso que genera el ansia por humanizar la vida aunque eso signifique enfrentarse a los mercados y a las instituciones financieras.

Como digo, este fenómeno está generalizado a toda la izquierda “domesticada” en Europa y en América, pero en España su manifestación no ha dejado duda alguna de la actitud de tonto útil con que la socialdemocracia se ha comportado, con particular irresponsabilidad en los últimos años aquí. Primero renunciando al ya exiguo  papel de testaferro de la idea de progreso social, aceptando y participando en la introducción de modificaciones cainitas de la constitución y otorgando al pago de la deuda el rango de derecho prevalente sobre cualquier otro de origen humano o divino. Más tarde inmolándose en plaza pública, despreciando la voluntad de sus militantes y votantes, practicando filibusterismo intrapartido y renunciando a todo signo de vergüenza torera para zafarse de acuerdos naturales con grupos (de izquierda) que reclaman ir más allá de la contemplación de las instituciones de educación, sanidad y pensiones (solo a veces gestionadas por comunidades autónomas afines). 

De su actitud filopactista parece desprenderse la idea de que alejarse de la posición fijada por los poderes organizados con consejos para la competitividad es una locura injustificable, una sinrazón que no puede llevarte sino a hacer cosas absurdas. Sobrepasar las líneas rojas en materia de organización territorial o de reforma constitucional parecía ser el límite entre cordura y enajenación. Pero he aquí que una vez consumado el sacrifico por la santa causa de la razón, ésta se desentiende. La reordenación territorial no era tan importante, se puede y hasta se debe habilitar un espacio para la realidad catalana o vasca. El volumen de la deuda y su control es solo una derivada de las necesidades electorales de quien gestiona la deuda y la utiliza como cachiporra intelectual. No, todo esto es ficticio y sólo sirve a modo de muleta para que la socialdemocracia entre al trapo de la responsabilidad y la razonabilidad, aunque su conducta sea absurda. Lo que realmente es intocable es la reforma laboral que multiplica las posibilidades de extracción de valor del trabajo y desposee a los trabajadores de elementos de negociación. Lo que realmente importa es el discurso ancestral de la visión autoritaria del mundo, hacer aquello que se me antoja y para ello allanar la voluntad de mis oponentes. Que prevalezcan  mis intereses haciendo coincidir con ellos los del mercado y que se desposea a los demás de los elementos de autonomía y seguridad que la soberanía otorga a cada sujeto.   

Si la socialdemocracia hoy se ve abocada a sostener gobiernos corruptos en España o a defender el puesto de oscuros presidentes en el Consejo y la Comisión en Europa es porque su activismo político hace tiempo que se convirtió en mero lujo democrático, en un adorno cuya funcionalidad ha quedado reducida a lubricar las estridencias de la actividad desmedida de mercados y mercaderes. Y si alguna vez tal objetivo tuvo alguna utilidad, hoy es nula, y contraproducente desde el punto de vista de la izquierda que desea progreso y libertad. La reivindicación continuada del núcleo del estado de bienestar (educación, sanidad y pensiones) no es una labor gratuita, es una posición política  honesta, pero limitarse a la vigilancia y denuncia de sus carencias es un ejercicio gratuito: hace tiempo que los mercados integraron en sus modelos la gestión rentable de esa aspiración histórica.  Disponer formalmente de instituciones de salud, escuela y pensiones no solo no permite avanzar en la igualdad entre los seres humanos, sino que conculca las razonables aspiraciones a ella que han sido motor de progreso en la historia.

Reducir el papel de la izquierda a una labor de gestión del stock del estado de bienestar y renunciar a dar la batalla por la igualdad, la libertad y la fraternidad puede presentarse como algo razonable, pero es absurdo.  

Hacer cosas absurdas razonablemente