jueves. 28.03.2024

El punto G

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Mítico punto G, el lugar donde se encuentra la fuente de placeres y satisfacciones que hacen de la vida una sucesión de actos gloriosos que dirigen los pasos de la humanidad hacia la felicidad y la alegría… Pero, esperad un momento, no nos confundamos que estoy hablando del punto G de la gobernabilidad, no del otro punto de la fisiología de la mujer que ya ha demostrado su idoneidad para la vida placentera. El punto G político debería aprender de su homónimo femenino y llevarnos, mediante estímulo, a un estado de bienestar poco descriptible, pero de innegable valor para obtener provecho de nuestro paso por este mundo.

Esa ha sido siempre la reivindicación profunda de los movimientos liberadores, luchar contra los encorsetamientos que nos fuerzan a vivir de un modo triste, sin alegrías, apenas cubriendo necesidades básicas. Un repaso a la historia y a la historia del pensamiento nos lleva sin lugar a dudas a esa conclusión: nos rebelamos porque aspiramos a mayores cotas de felicidad, de aprovechamiento del tiempo que nos deja la naturaleza para disfrutar con ella.  Los momentos de prevalencia del progreso se caracterizan por avanzar en la búsqueda del punto G, del punto de gobernabilidad que alienta la felicidad de los ciudadanos. 

Como el punto G lúdico pélvico, el punto G de la gobernabilidad se encuentra oculto entre pliegues y membranas que lo protegen de la actividad banal o no deseada. Así es que requiere de un cierto esfuerzo y una decidida voluntad de usarlo correctamente para que produzca su bendito esplendor. Estamos asistiendo al colapso de múltiples formas de gobernabilidad, de desencuentros y desentendimientos entre distintas áreas que impiden el que avancemos en el logro de una mayor satisfacción. Las redundancias en la administración y las posibilidades de su utilización torticera para inhibir resultados están a la orden del día, y solo producen frustración. La descoordinación de la administración en materia de salud o educación entre comunidades autónomas y el estado central, o la renuncia a ejecutar mandatos constitucionales en la renovación de instituciones del estado son casos que demuestra que la gobernabilidad, el punto G político, se halla ocluido en exceso por las membranas de protección que en su día se generaron para su salvaguarda.

Hay que acabar con la impresión de que el gobierno, la administración y los servidores públicos son los antagonistas. No lo son, puede que su punto G, el que conecta las decisiones de la gobernabilidad con la sociedad esté un tanto atrofiado

Y es necesario que un gobierno de progreso tenga esto en cuenta. Desde luego que una parte sustancial de su actividad debe ir orientada a la corrección de las injusticias y las desigualdades de nuestra sociedad. Ahí el programa de acción debe ser claro y contundente, y aquí lo está siendo con la aprobación de medidas de minoración del golpe de la pandemia sobre los más débiles; los ERTES y el IMV son, con las medidas de revoque de la reforma laboral y la modificación parcial del modelo fiscal, acciones de gobierno justas y prometedoras. El punto G de la gobernabilidad está despierto.

Ahora toca excitarlo, usarlo con cariño y elegancia para provocar ríos de alegría, que son el fondo que justifica la existencia del movimiento de progreso. A más de corregir con su acción  los desequilibrios patentes, el gobierno de progreso debería levantar la vista y situar en algún lugar el modo de introducir medidas que promuevan la felicidad de la ciudadanía que van más allá de la mera corrección de la desigualad. Nos hemos despojado del refajo, aprovechemos para disfrutar. Es el momento de actuar para ensanchar el espacio y el tiempo en el que recuperemos la humanidad que se nos ha negado durante decenios.

La gobernabilidad sostenida por la vocación del esplendor debería generar dinámicas civiles donde el humanismo ha sido rechazado o neutralizado por medidas administrativas castrantes. Si la gobernabilidad heredada hace aguas en torno a la organización territorial, pues busquemos otras formas de relación entre territorios, si la jerarquización de los poderes no hace sino enmascarar la arbitrariedad del mismo (comenzando por la jefatura del estado y acabando con el último de los alcaldes nepotes), pues agítese y desmóntese la falacia de disponer de la estructura de gobierno mejor posible. Las realidades del siglo XXI sitúan a los gobiernos sensibles ante la oportunidad de evolucionar hacia modalidades de gobernanza de mayor contacto con la ciudadanía. Provocar el crecimiento de los actores interpuestos entre el ciudadano y el estado es algo a explotar. Reconocer el mérito inherente de la existencia de dicha red de actores, además de respetar sus fines particulares, es un modo de caminar juntos.

Es un buen momento para abordar la cuestión, la de utilizar la gobernabilidad para promover la alegría de vivir. Hay que acabar con la impresión de que el gobierno, la administración y los servidores públicos son los antagonistas. No lo son, puede que su punto G, el que conecta las decisiones de la gobernabilidad con la sociedad esté un tanto atrofiado. Pero eso se resuelve utilizándolo, como todo otro punto G.

El punto G