jueves. 28.03.2024

Gana el grito, pierde la palabra

Iba a escribir “La Razón” como contrapunto al “grito”, pero he advertido el equívoco que pudiera producirse al asimilar ese admirable concepto con el reclamo...

Iba a escribir “La Razón” como contrapunto al “grito”, pero he advertido el equívoco que pudiera producirse al asimilar ese admirable concepto con el reclamo de una de las menos razonables cabeceras periodísticas que “disfrutamos” en España. Las palabras circulantes en nuestra vida pública van perdiendo vertiginosamente su significado. Nada más lejano a su glorioso origen que el término liberal, bajo el que todavía se arropan en los Estados Unidos aquellos que no osarían nunca autodenominarse izquierdistas, aunque su ideología y su praxis sobrepase tantas veces en esa dirección a sus correligionarios europeos etiquetados como socialdemócratas. Liberal, en España, significa ya, penosamente, rastreramente, conservador. Incluso el sector más reaccionario de la política española admite con gusto, aunque haga aspavientos formales, que se le catalogue de “neo-liberal”, asumiendo el concepto no como una limitación de la doctrina sino como un signo de modernización, de adecuación a los tiempos nuevos y a sus nuevas exigencias. Nada que ver con aquel liberalismo del que se reclamaba Indalecio Prieto, “socialista a fuer de liberal”.

Hoy, en España, hay que gritar. Se grita en todos los Parlamentos. Hay que inventar barbaridades, verbales o gestuales, para alcanzar el minuto de gloria en el telediario, en las portadas de los periódicos o en las redes sociales. ¿Ciento cuarenta caracteres son más rentables que un ensayo? Fugazmente sí. Y mucho más si la contundencia de una frase afortunada oscurece cualquier matiz interpretativo. Las nuevas claves de la comunicación, que se construyen colectivamente, sin ninguna norma académica o jerárquica, identifican las mayúsculas con el grito. En las tertulias o se habla en mayúsculas o se hunde la audiencia. Y se elimina al interlocutor prudente.

España es un grito basado en la impotencia de que se oigan o se escuchen las voces que, con argumentos elaborados, reclaman soluciones a las actitudes prepotentes de quienes han olvidado que son administradores y no propietarios de la voluntad popular. Al poder le molesta el grito colectivo sólo porque enturbia el paisaje de un aplauso diseñado para que lo recoja como imagen adormecedora una cámara amiga. Así, los diputados del Partido Popular, puestos en pie, aclamaban la gran habilidad del ministro Wert para sacar adelante, con el unánime rechazo de la oposición política y de la sociedad concernida, una Ley de Educación con fecha de caducidad inmediata. No contaban con el sarcasmo del error de la vicepresidenta Soraya, etc.. al pulsar el botón del sí cuando se pedía la reprobación del ministro. ¿Una anécdota? Efectivamente, una anécdota, pero el discurso político en España es cada vez más una suma de anécdotas, que se imponen a cualquier esfuerzo por diseñar un proyecto riguroso.

Hoy, otra anécdota, los medios más próximos al poder gubernamental se refocilan, aunque aparenten escandalizarse hipócritamente, con los gritos que en la Universidad de Granada impidieron que el líder de la oposición pronunciara una conferencia, que lamento no haber podido escuchar, sobre la relación entre química y política. “Toma gritos”, parecen decir, en un toma y daca que se corresponde fielmente con la matraca del “y tú más”, que esteriliza todos los debates.

Y así, entre gritos que se amplifican en la dirección que quieren los que manejan los mayores altavoces, discurre el tiempo de desgaste de la democracia, que se nutre de ideas nacidas de la razón. Déjenme ser irónico…¿alguien llegó hasta el último párrafo de este artículo que no sobrepasa en mucho los ciento cuarenta caracteres? Es sólo una broma, ante tanto grito.

Gana el grito, pierde la palabra