miércoles. 24.04.2024

Estado de anormalidad

La figura jurídica que se insinúa en el título de este comentario no figura en nuestros textos legales pero describe la situación que viven muchas instituciones españolas desde el 20D.

La figura jurídica que se insinúa en el título de este comentario no figura en nuestros textos legales pero describe adecuadamente la situación que viven muchas instituciones españolas desde el 20 de diciembre de 2015. Y, entre ellas, nada menos que los órganos de representación de la soberanía nacional. Una situación inédita, pero previsible antes del conteo de las urnas ha conducido no sólo a la prolongación de un Gobierno en funciones sino a poner de relieve la carencia de una regulación previsora del funcionamiento de las Cámaras y su relación con el Ejecutivo en este periodo dilatado de interinidad. Aunque la mirada esté puesta en el ir y venir de los políticos por los pasillos del Congreso, convertidos en salas de prensa donde se vierten a raudales guiños y mensajes que oscurecen más que aclaran los avances y retrocesos en el proceso de intentar formar una mayoría de investidura, el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo ha tomado cierto protagonismo aprobando iniciativas legislativas de cierto calado, al menos formal, en ámbitos como el de la Educación o la Seguridad.

Todo eso ocurre mientras nadie repara en una cierta anormalidad, algo más que protocolaria: El Rey no ha podido proceder a inaugurar solemnemente la Legislatura en la habitual sesión conjunta de Congreso y Senado. Esta circunstancia no se dio siquiera en 1982, cuando el entonces Jefe del Estado, Juan Carlos I, pronunció su discurso el 25 de noviembre con un Gobierno en funciones encabezado por Leopoldo Calvo Sotelo y un líder de la oposición, Felipe González, que escuchaba las palabras del Rey, sabedor de que pocos días después, el 10 de diciembre, encabezaría el banco azul y presidiría el Consejo de Ministros. Nadie, hoy, es capaz de asegurar que Felipe VI tenga la oportunidad de inaugurar la actual Legislatura, ni siquiera aventurar si podrá iniciar una nueva ronda de consultas para designar un candidato que ofrezca garantías para una sesión de investidura con garantías de éxito.

El Gobierno en funciones, contra su voluntad, ha tenido que comparecer en el Congreso para dar cuenta de algunas cuestiones de actualidad política, resistiéndose a aceptar, con argumentos legales controvertidos que tuviera la obligación de someterse a sesiones de Control Parlamentario. La anormalidad instalada ha hecho que la presencia de Mariano Rajoy, con el objetivo de explicar la posición española en la política común europea sobre la crisis de los refugiados, se transformara en un debate escasamente ejemplar sobre las aspiraciones partidarias a participar en el uso del poder o a fijar posiciones ante la eventualidad de nuevas elecciones. La anormalidad es tal, que el Congreso se ha visto obligado a instar al Tribunal Constitucional a que se pronuncie sobre el conflicto de atribuciones a sabiendas de que el dictamen, cuando se conozca, no afectará ya al actual Gobierno, tanto porque se haya conformado otro antes de mayo o porque se haya procedido a la disolución de las Cortes. En cualquier caso, bueno será disponer de una orientación del Constitucional ante un futuro, por indeseado que resulte, en el que hubiéramos de asistir durante muchos más meses a la convivencia entre un Gobierno en funciones y un Parlamento sin claras mayorías.

En paralelo a la escenificación política, y a la espera de cualquier sorpresa en las negociaciones, en abierto o codificadas, los españoles siguen confesando al C.I.S. que sus máximas preocupaciones son el paro y la situación económica -la mitad de las familias españolas llegan con dificultad al fin de mes- que crece su malestar por los políticos…pero que apenas un 3% de ellos, a pesar del bombardeo mediático, sufren demasiado por la falta de Gobierno. Seguramente porque nadie, ni periodistas ni políticos, abren un hueco entre sus especulaciones para explicar los riesgos de un vacío de iniciativas en el orden interno y en el marco internacional, que hace de España un barco a la deriva, que se mueve por inercia, sin rumbo fijo. En un estado de anormalidad que empieza a ser peligroso.

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