jueves. 18.04.2024

Nada nunca es igual siempre

yin yang

Hay una escala de grises. Con independencia de las distintas normas morales, la ética, como jueza suprema de lo correcto, se enfrenta a la diversidad

Solo la nada es inalterable. Todo, absolutamente todo, está sometido al inexorable transcurrir de las horas: el tiempo cambia el mundo, las almas y la vida. En algunos casos: a mejor. La naturaleza es sabia, cruel e injusta. Una cosa es lo que es, y otra lo que debiera de ser. Lo que no es posible, no existe en el mundo de la realidad verosímil.

Hubo un momento en el que uno de nuestros más remotos antepasados descubrió el futuro y dejamos de ser simples animales para convertirnos en animales racionales; aunque la razón como tal no llegara hasta miles de años después. Muy posiblemente, el descubrimiento del futuro estuvo relacionado con la muerte: alguien observó que había un mismo final para todos. El dolor por la pérdida del ser querido y la cegadora luz del futuro dieron paso a la fantasía y a la especulación, caldo de cultivo y materia prima del resto de descubrimientos, esperanzas y horrores.

Los sentimientos se han clasificado como ‘negativos’ (tristeza, miedo, hostilidad, frustración, ira, desesperanza, culpa, celos), ‘positivos’ (felicidad, humor, alegría, amor, gratitud, esperanza) y ‘neutros’ (compasión, sorpresa). De todos estos, el que más ha evolucionado ha sido el más complejo e importante: el amor.

Es difícil aceptar que la forma de sentir de un ejecutivo del siglo XXI sea idéntica a la forma de sentir de un troglodita en la de Edad de Piedra. Aunque esto solo sea una especulación, no es menos cierto que lo que hoy se entiende vulgarmente por ‘amor romántico’, antes del s. XVIII, no existía, porque no existía el romanticismo.

Algunas personas tienen más capacidad de amar que otras, y sus formas de amar no son exactamente iguales. La intangible cantidad de amor que un hombre o una mujer pueden dar no es idéntica en todos los casos, ni tampoco las características o la calidad de ese amor. El amor erótico, el maternal, el paternal, el fraternal o el que subyace en la simple y hermosa amistad no son iguales en todos los hombres ni en todas las mujeres.

La identidad de los rasgos físicos va de la mano de los psicológicos. El que existan determinados tipos de personalidad y carácter no implica el que cada cual tenga los suyos con sus propios y exclusivos matices, su propia y única forma de ser y de sentir.

Hay una escala de grises. Con independencia de las distintas normas morales, la ética, como jueza suprema de lo correcto, se enfrenta a la diversidad.

Los rasgos físicos son perfectamente detectables y registrables desde hace mucho tiempo. Pero por más que lo intenten en los oscuros laboratorios tecnológicos de las todopoderosas e invulnerables empresas cibernéticas, la forma de sentir nunca podrá normalizarse. La divina invisibilidad del alma que se nos supone, parece ser tan poliédrica como la mismísima realidad del 'yo'. Podrán registrar qué nos gusta y analizar nuestras inquietudes y deseos; pero nunca podrán generalizar el cómo: cómo sentimos y cómo soñamos. En cada cual y para cada momento hay una fórmula distinta, volátil, desconocida a priori, natural y espontánea.

Se superaron todas las plagas y se superará la peste radioeléctrica que amenaza idiotizarnos en la pérfida autocensura de lo políticamente correcto y lo radicalmente unívoco. Y puede que llegue un día en el que la fantasía se haga realidad y la ciencia demuestre la existencia de Dios y la eterna e inmensa felicidad de la vida sublimada en Él. Pero mientras tanto, en esta otra vida terrenal, de la única que hay testigos, el cuerpo y el espíritu son hermanos siameses en la difícil simbiosis de lo etéreo y lo tangible.

El alma limpia y pura que nació a la luz fantástica del futuro, no es de un formato estándar por muy inmaculada y vacía que pueda venir al mundo. Y así, la forma de sentir de cada cual no es la misma en ningún caso. El famoso “imperativo categórico” que nos trajo la Razón en el Siglo de las Luces tiene sus muy personalísimos e íntimos matices.

Nada nunca es igual siempre. Ni si quiera la dicotomía del viejo y más polémico invento del ser humano: el bien y el mal.

Nada nunca es igual siempre