jueves. 28.03.2024

La chica que perdió su lunar azul

La chica que da título a este texto, existe. Y el lunar fue un tatuaje que esa maravillosa chica se hizo a los 16 años.

Esto, más que un artículo de opinión, puede parecer un cuento o un relato, pero, como decía Ramón de Campoamor en su famosísimo poema: En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira / todo es según el color / del cristal con que se mira.

El mundo está cambiando en su esencia. Y el contenido de la prensa, también. Hoy se demandan datos y narrativa más que noticias u opiniones. Lo primero lo dejo para esos admirables periodistas de raza, valientes y libres, que defienden la verdad y la justicia destapando mentiras y cinismos, y denunciando la injusticia donde quiera que esté. (Ellos son los verdaderos garantes de la democracia. Mi reconocimiento y admiración). Lo segundo lo podrían cubrir quienes, sin más armas que la palabra, luchan por un mundo mejor relatando historias que ayuden a encontrar fórmulas para llegar a él. Ya que, de sobra se sabe qué está bien y qué está mal. La Teoría es bien conocida por todos; lo difícil es encontrar el Modo de Llevarla a la Práctica.

La chica que da título a este texto, existe. Y el lunar fue un tatuaje que esa maravillosa chica se hizo a los 16 años. Por entonces solo se tatuaban los marineros que habían pasado el Cabo de Hornos, los legionarios de doble reenganche y los presidiarios con condenas más o menos largas. Pero ella se adelantó a su tiempo, y, mojando en tinta un par de agujas unidas con hilo de coser (como un amigo golfo le había explicado) se marcó la cara con un valiente, precioso y contestatario lunar azul junto a la boca.

Era una chica de familia bien, de buena familia, buena en el más amplio sentido de la palabra. Vivía con sus padres, sus cinco hermanos, y el servicio, en el último piso de un edificio modernista de cuatro plantas con vistas al Mediterráneo en el centro de una de las ciudades más luminosa que conozco. La casa estaba decorada con antiguos muebles de maderas preciosas hechos a medida, grandes cuadros del XVIII de artistas que cuelgan en el Prado y un invalorable bargueño del XVI en uno de los pasillos. Allí fue la primera y única vez que pisé la seda de una gruesa alfombra china y llevé a los labios una copa de verdadero cristal con el borde fundido en oro. Y ella, mi amiga del lunar azul (nunca diré su nombre), fue mi primera y única princesa de carne y hueso, un cielo transparente, un amor limpio y fresco, una brillante manzana roja.

Pasó el tiempo; la mar me llevó a otros mundos y a otras sinrazones; pero nunca olvidé a mi bonita princesa libre y alegre como las olas. Y un día, casi por sorpresa, la volví a ver. (Mi barco había atracado en su ciudad. Desde el muelle vi su casa. «No estará», me dije. «Era demasiado libre e inquieta. El mundo se le habrá quedado pequeño», pensé). Había cambiado. Seguía siendo una princesa divina; pero ya no era libre; no radiaba Libertad. Sin dobleces, no iba por derecho, sino que aguardaba, pensando, cada palabra que decía. Seguía siendo guapísima: de piel tersa y blanca y cabello negro brillante cortado en una graciosa melena a la altura de los hombros que denotaba el encanto seductor de la rebeldía. Mirándola a los ojos me pregunté si seguiría utilizando aquella ropa interior vieja y limpia, aquel corsé de encaje blanco, deshilachado, que a veces mostraba abriéndose la camisa. Enseguida me dije que no. Mi princesa de satén salvaje se había convertido en una chica convencional; una joven señora de la alta clase media progresista; sujeta a las estrictas normas de lo no escrito, a lo políticamente correcto, a no salirse un ápice de un camino que, cínicamente, solo “se hace al andar”. Me presentó a su marido: barba perfectamente recortada; camisa gris sin corbata, de las muy caras; americana pardo-marrón de un buen paño que se asemejaba al ‘ojo de perdiz’, también muy cara, sin desentonar con la camisa; miraba a los ojos como a través de una gruesa pantalla de metacrilato; de profesión liberal; rico; reservado en extremo, pero extraordinariamente hablador y abierto para mostrarse con estudiada sencillez y disimulo moralmente en las alturas, y proclamar sus ideales de justicia social y del valor de lo público; a la vez que ocultaba, perfectamente, un egoísmo casi fanático y machista con el que dirigía la vida de mi amiga acumulando patrimonio para él, para ella y para los hijos de ambos, como única verdadera razón de su existencia.

Le pregunté a mi amiga qué había sido de su “lunar azul”. Sonrojó como una niña; su marido disimuló un instintivo gesto de perro policía, mientras ella, casi tartamudeando, comentó que se lo había quitado con una estupenda técnica de rayo láser, eficaz y buenísima.

La chica que perdió su lunar azul