martes. 16.04.2024

Nuevo afán

Han pasado 34 años desde la aprobación de la Constitución el 6 de diciembre de 1978 y las dificultades por las que está atravesando España permiten afirmar que nuestra actual democracia está averiada.

Han pasado 34 años desde la aprobación de la Constitución el 6 de diciembre de 1978 y las dificultades por las que está atravesando España permiten afirmar que nuestra actual democracia está averiada. La Constitución, en la nueva economía financiera global, ha dejado de ser un instrumento eficaz de redistribución del poder y deberían producirse una serie de transformaciones que posibilitaran la reanudación de un crecimiento equilibrado y armónico entre las distintas clases sociales.

El diagnóstico no es nuevo: el año pasado, gran cantidad de movilizaciones articuladas en plataformas ciudadanas reclamaban cambios capaces de regenerar el sistema. En realidad nada ha cambiado desde entonces puesto que en cada movilización que afecta a grupos profesionales, profesores, médicos, abogados, encontramos demandas que tienen que ver con un mayor control ciudadano de la política.

Las demandas están plenamente justificadas no solo porque la situación económica de una gran parte, 5 millones, de los ciudadanos de un Estado sea desesperada y carezca de horizonte profesional para realizar un proyecto de vida estable, sino porque la clase política, incapaz de ofrecer soluciones, vive desconectada de los problemas reales de estos ciudadanos. Se diría que los representantes de la soberanía popular no atienden, no pueden o no saben. Y así las cosas son los ciudadanos los que tienen que recuperar el control para que asuntos que provocan tanta indignación como los desahucios, se atiendan a tiempo y dejen de considerarse políticas de urgencia cuando, tras un suicidado y una movilización casi diaria para situar el problema en la agenda pública, se arbitren soluciones de caridad. No es la única situación que causa estupor, las indemnizaciones millonarias de políticos de todos los partidos hacen cada vez más necesaria alguna medida de incompatibilidad, la desproporcionada carga entre las ayudas a la banca y los recortes sociales, la ausencia de impuestos que hagan tributar proporcionalmente a entidades financieras, el escaso peso específico para tratar de formar una alianza o frente común que fomente la inversión pública frente a la ortodoxia de la política de recortes que propugna Alemania, el nulo afán por generar una ilusión colectiva o dicho de otro modo, la impresión de no encontrar un horizonte de salida o una expectativa para fortalecer a los ciudadanos, provocan que nuestra Constitución necesite un cambio que vaya más allá de los ajustes puntuales en asuntos sabidos como la federalización del Estado o el sistema electoral.

Las normas que rigen nuestra democracia averiada están imposibilitando una idea de progreso colectivo basado en el equilibrio entre los poderes del capital y las fuerzas vivas del país. Pero para controlar la economía o, dicho de otro modo, para que la economía no siga devorando ciudadanos, necesitamos una democratización de los partidos políticos. Esto se consigue limitando la permanencia de los cargos orgánicos y propiciando un sistema abierto de elección de los mismos, de tal manera que sean los propios votantes quienes decidan qué personas forman parte de estas corporaciones que son públicas. Lo mismo sucede con los poderes del Estado excesivamente corporativos, especialmente el judicial.

Dos son las palabras que englobarían la reforma de nuestra democracia averiada: progreso y participación. Dos ideas que, llenas de contenido substanciarían un nuevo impulso o afán como el que rodeó a nuestra democracia a finales de los ochenta y principios de los 90: la integración europea y la modernización. De aquellos logros hoy, poco queda más que un recuerdo.

La democracia española necesita forjar un ethôs colectivo que permita una convivencia más participativa, una mayor implicación de los ciudadanos en los asuntos públicos y una mejor articulación de los poderes públicos capaces de parar los pies o al menos paliar los efectos del capitalismo financiero global.

No es mal momento ahora con el hundimiento económico castigando nuestros bolsillos e hipotecando nuestro futuro para reformar la Constitución y crear esa ilusión colectiva que ayude a forjar una nueva relación entre la política, la economía y la sociedad.

Nuevo afán