jueves. 18.04.2024

México: renegociar nuestro contrato social

La sociología clásica tomaba bastante en serio a los impuestos. El caso más célebre es quizá Schumpeter, quien pensaba que “el trueno de la historia” podía verse en la historia fiscal más claramente que en cualquier otra parte...

La sociología clásica tomaba bastante en serio a los impuestos: Marx los consideraba la “fuente de vida” del Estado capitalista. Weber vio la política fiscal como un campo para poner a prueba sus teorías sobre la autoridad del Estado y el conflicto social. El caso más célebre es quizá Schumpeter, quien pensaba que “el trueno de la historia” podía verse en la historia fiscal más claramente que en cualquier otra parte.

Investigadores de una disciplina híbrida, la nueva sociología fiscal, están retomando hoy esa tarea. Su interesante trabajo sugiere hasta qué punto el estudio de la tributación puede iluminar dinámicas fundamentales de nuestras sociedades.

El libro editado por Isaac Martin, Ajay Mehrotra y Monica Prasad, “The new fiscal sociology: taxation in comparative and historical perspective” (2009) es parte de este notable esfuerzo. La obra enseña cómo la fiscalidad establece una de las más amplias y persistentes relaciones entre un individuo y su gobierno -y a través de su gobierno- con la sociedad en su conjunto. Igualmente, muestra el amplio abanico de temas que los impuestos atraviesan: desde la reproducción de la desigualdad (de clase, género, etnia) hasta el poder y la legitimidad del Estado, pasando por la distribución de los recursos y el crecimiento de la administración burocrática.

En el mundo moderno, los impuestos son el contrato social

Una cita textual: “los impuestos formalizan nuestras obligaciones para con el prójimo. Definen las desigualdades que aceptamos y aquellas que colectivamente buscamos reducir. Definen quien es un miembro de nuestra comunidad política, qué tan ancho es el círculo del “nosotros” que trazamos. Establecen límites a lo que nuestro gobierno puede hacer. En el mundo moderno, los impuestos son el contrato social”.

Concebir la fiscalidad como “el contrato social realmente existente” me parece útil para traer la discusión al contexto mexicano y señalar la urgencia de “renegociarlo”.

Por un lado, el Estado mexicano se ha mantenido históricamente al borde de la bancarrota, precisamente por su pobre capacidad recaudatoria (que es, además, sumamente inequitativa). Por el otro, el uso que se hace del dinero público es a menudo opaco y regresivo.  Como señala Carlos Elizondo: el resultado es que tenemos un Estado que no puede obtener de la sociedad mayores recursos, que provee pocos bienes públicos y de calidad discutible.

El Estado mexicano se ha mantenido históricamente al borde de la bancarrota, precisamente por su pobre capacidad recaudatoria

La baja recaudación del Estado mexicano la estudia el propio Elizondo en un libro reciente (“Con dinero y sin dinero…”, 2012), en el que señala que en 2011 los ingresos tributarios del Estado mexicano eran de tan sólo 10% del PIB. En cuanto a lo inequitativo del régimen, basta recordar lo revelado por la Auditoría Superior de la Federación: que de 2000 a 2005, las 50 empresas más grandes de México acabaron pagando anualmente 74 pesos por concepto de Impuesto sobre la Renta y 67 pesos por concepto de Impuesto al Valor Agregado: en total, 141 pesos (8 euros). En lo referente al gasto público, la Secretaría de Hacienda documentó en 2012 que 48.9 por ciento del gasto social en México era regresivo: beneficiaba a la población con más recursos, por lo que no cumplía el objetivo de incrementar la equidad social.

Nuestro régimen fiscal es tan disfuncional que genera curiosos casos de indignación. Desde políticos de oposición que, buscando sintonizar con el sentir popular, se niegan en redondo a aumentar la tributación hasta quienes, creyéndose los únicos contribuyentes, ven en cualquier programa público que beneficie a los más pobres un injusto subsidio a la informalidad y la holgazanería.

Resumo otro, que escucho a menudo: “Tal bien o servicio es público, provisto por el gobierno, luego está hecho con mis impuestos y por lo tanto soy su legítimo dueño”. Celebro la toma de consciencia sobre la exigibilidad de derechos, pero me parece que el argumento trasluce un egoísmo que no capta la esencia de los impuestos en una sociedad moderna (descontando la tensión coerción/consentimiento): la confianza y la reciprocidad. De nuevo Martin, Mehrotra y Prasad: “Cuando cumplimos con nuestros impuestos, no sabemos realmente quien apoquina con nosotros; cuando usamos carreteras, escuelas y otros bienes y servicios públicos,  no sabemos exactamente de qué contribuciones o de quien nos estamos beneficiando. La fiscalidad nos captura en la red de reciprocidad generalizada que constituye la sociedad moderna”.

A nuestro estilo de vida lo marca el culto al sector privado, las corrosivas desigualdades sociales, y una disposición a idolatrar a los ricos.

Esta difusa solidaridad es difícil de asimilar en una época cuyo espíritu se resume tan bien en casos como el del actor Gérard Depardieu (quien prefirió nacionalizarse ruso antes que pagar más impuestos). Como escribía Tony Judt en “Algo va mal” (2010), vivimos en un mundo donde la búsqueda del beneficio material es todo lo que queda de nuestro sentido de propósito colectivo. A nuestro estilo de vida lo marca el culto al sector privado, las corrosivas desigualdades sociales, y una disposición a idolatrar a los ricos y a despreciar a los humildes que asquearía al propio Adam Smith.

Así, con esos prejuicios y ese sentido común, los mexicanos vamos a discutir en las próximas semanas una reforma fiscal. Por eso, lo cierto es que no me sorprende, aunque sí me preocupa, la predisposición existente hacia la aplicación del IVA en medicinas y alimentos, incluso antes de que exista iniciativa alguna.

La medida, que afectaría especialmente a quienes menos ingresos tienen, se promociona como la forma más segura y expedita de aumentar la recaudación. Un imperativo técnico indiscutible y tan supuestamente inevitable que habría obligado al PRI a modificar sus estatutos a principios de este año (en una votación de menos de dos minutos). 

Dada la extraordinaria complejidad de la fiscalidad mostrada en estudios como los editados por Martin, Mehrotra y Prasad, respaldar esta política revelaría una estrechez de pensamiento notable. Hacerlo tras conocer los últimos datos del CONEVAL (el 29 de julio pasado), que ubican a 53.3 millones de mexicanos en situación de pobreza, sería sencillamente indecente.

La disyuntiva no está entre aumentar o no los impuestos, por mucho que algunos comentaristas insistan en cercar ahí el debate (y haya políticos que les den motivos para hacerlo). La cuestión es otra, mucho más fina: partiendo de la necesidad de aumentar la recaudación, discutir alternativas para hacerlo también con equidad y justicia. Buscar un régimen fiscal progresivo, que deje de exprimir a los contribuyentes cautivos con “remedios amargos pero tonificantes” y pare ya de justificar su pusilanimidad ante las grandes fortunas con la misma vieja historia de terror: “Si les cobramos impuestos se va la inversión o nos tiran el gobierno”. Y hacer lo propio con el gasto público.

Sé que hoy es difícil hacer políticamente viable una reforma fiscal decididamente redistributiva (nos falta el ethos solidario que daba la idea de nación, como dice Nancy Fraser), pero es la única opción verdaderamente sostenible. Convencer de su necesidad  tendrá que hacerse desde la izquierda.

México: renegociar nuestro contrato social