viernes. 29.03.2024

La enfermedad (infantil) de las líneas rojas

En esta difícil coyuntura política, al menos resulta alentador escuchar a Alberto Garzón decir que si existe la posibilidad de un gobierno de progreso hay que intentarlo.

La aparición fulgurante de nuevos dirigentes políticos, sin experiencia parlamentaria, ha traído consigo una curiosa epidemia, ya apuntada en Andalucía y en Cataluña: las líneas rojas, autoimpuesta frontera, supuestamente infranqueable, entre lo posible y lo aceptable. En una especie de arrebato purista, y so pretexto de que va en nuestro programa, se crean las condiciones para que toda negociación resulte, de entrada, imposible. Esta enfermedad (infantil) de las líneas rojas, olvida que el arte de la política consiste en comprender correctamente la correlación de fuerzas en cada coyuntura concreta, y desentrañar su dinámica para actuar eficazmente en el proceso negociador donde se dirimen los intereses en pugna. Por eso, una retirada estratégica puede ser una victoria.

Una de las líneas rojas más sorprendentes, trazada con esmero por un partido de ámbito nacional que se propone acabar con la corrupción, terminar con las puertas giratorias, regenerar la democracia, y atender a la emergencia social, es la de un referéndum de autodeterminación para Cataluña, que, de celebrarse, les permitiría jugar un papel similar al de Cameron en la consulta escocesa, seduciendo a los catalanes para que sigan en España. De qué forma se podría contentar a la gran mayoría de catalanes, independentistas incluidos, (¿Estado Federal?, ¿Estado Confederal?, ¿Estado Libre Asociado?), no se dice mucho, salvo la letanía de que somos un país de países, lo que no es mucho. Eso, sin tener en cuenta que el susodicho referéndum habría de hacerse contra los propios independentistas a los que, sin embargo, hay que seducir. Toda una operación de ingeniería política que exige, cuanto menos, una correlación de fuerzas muy favorable, lo que no se atisba de momento.

Vaya por delante que el tema catalán es políticamente de suma importancia y deberá ser abordado necesariamente en la legislatura que empieza, si es que lo hace, o en la siguiente. Ahora bien, por su carácter constitucional, solo es factible abordarlo dentro de una propuesta constituyente que incluya una fórmula, mayoritariamente aceptada por las fuerzas parlamentarias, de reestructuración territorial del Estado español. Una de dos, o se busca construir una mayoría parlamentaria para abordar la reforma constitucional que contemple tanto el tema catalán como el del resto de las nacionalidades y regiones de España, lo que obliga a negociar el consenso necesario, o se rompe con la Constitución y se toma las Cortes por asalto. Parece, por lo tanto, un dislate poner antes de empezar a negociar una línea roja de algo que solo será posible, si lo es, mediante un pacto constituyente.

Es más, el objetivo político de la independencia es siempre un asunto transversal,  ya que afecta, en mayor o menor medida e intensidad, a todas las clases sociales. Un empresario independentista catalán se diferencia poco de un trabajador independentista, al menos en lo que respecta a la idea genérica de lograr la independencia. Podrán diferir en aspectos formales y de configuración del futuro Estado, pero obviarán esas diferencias ante el objetivo supremo de la independencia. La curiosa paradoja de la CUP, y su milagrosa fractura matemática, es un claro ejemplo. Como lo es también la esperpéntica alianza de Junts pel Sí. Ahora bien, ese mismo carácter transversal evidencia la enorme dificultad de crear una amplia mayoría social entorno a la independencia en un país democrático, más allá de proclamas sobre la soberanía nacional frente a Bruselas, que esgrimen tanto el populismo de derechas como el de izquierdas en Europa. Por mucho que se empeñen, la independencia no es en Cataluña la contradicción principal, como sí lo es en un país colonizado. La actitud consecuente de la mitad de la CUP que se niega a investir a Mas se explica desde la necesidad de dar un contenido de clase, en este caso principalmente la pequeña y mediana burguesía urbana, al proces. Efectivamente, resulta bastante poco digerible que el muñidor de los mayores recortes sociales de España, inmerso en la ciénaga de la corrupción, sea el Moisés que conduzca a Cataluña a la tierra prometida. La contradicción principal  en un país de capitalismo desarrollado, como es Cataluña, es la que se da entre trabajo y capital. Se puede pensar que el escenario de una República independiente esa contradicción se resuelve mejor desde el punto de vista de los intereses de los trabajadores. Pero no que esos intereses deban supeditarse al objetivo de la independencia. Las encuestas de opinión vienen reflejando tozudamente que la principal preocupación de los catalanes, como la del resto de los españoles, es el paro y la crisis económica, seguida de la corrupción.

En cualquier caso, la nueva situación en Cataluña, con un President de la Generaliat obligado a dar pasos concretos en la plasmación jurídico-institucional de la República Catalana, introduce un factor de incertidumbre en la coyuntura estatal. Y, como ocurre casi siempre, la cuestmano justifica persistir en el errorsicativa de la izquierda transformadorantra los propios independentistas a los que, sin ekbaión nacional puede favorecer a la derecha, y en concreto el PP, que no solo sigue ostentado el gobierno (provisional) de España, sino que utilizará el argumento de la defensa de la unidad de la patria  en favor de la gran coalición; o, al menos, para forzar la abstención de los socialistas, y seguir gobernando. De ahí que resulte insensato favorecer esta estrategia de la derecha y los poderes económicos e ideológicos que la sustentan, con la línea roja del referéndum vinculante que, aparte de ser inviable con la actual correlación de fuerzas, juega un innecesario papel distorsionador de una negociación para investir un gobierno de progreso ya de por sí muy difícil, pero no imposible. La solución a la cuestión catalana es demasiado compleja como para tratar de resolverla con una consigna, en la práctica vacía de contendido. Y que, desde luego, no sirve de mucho a la hora de responder a los problemas concretos que planteará la materialización del proces.

Para dificultar aún más las cosas, el acuerdo in extremis de Junts pel Sí y la CUP, hacen todavía más difícil planteamientos irrenunciables sobre la cuestión catalana, que si algo enseña, a parte de un sano ejercicio de negociación, es que independencia y anticapitalismo, en una situación no colonial, se conjugan malament. Chocan en algo esencial, el internacionalismo inherente a la superación del sistema capitalista. Por eso, la CUP se ha divido por dos, y ha terminado cediendo la dirección del independentismo catalán a la burguesía (mediana y pequeña) representada por Junts pel Sí, donde se integran dos de sus miembros. Una pirueta propia de la Fura dels Baus, pero bastante lógica desde la óptica del independentismo.

La cuestión en este peliagudo tema, que puede tener la nefasta virtud de eclipsar políticamente los problemas socio-económicos, es si se afronta desde un gobierno del PP o desde un gobierno progresista, tutelado por la izquierda. Y eso depende en gran medida de que no existan líneas rojas, y la habilidad negociadora para conseguir la mayor cota reivindicativa de la izquierda transformadora. Porque, salvo que en Cataluña la Generalitat establezca una especie de tregua hasta la formación del gobierno de España, la repetición de la elecciones generales será una posibilidad cada vez menos plausible.

La realidad oculta tras las líneas rojas

En primer lugar, si entendemos que es necesario y conveniente explorar las posibilidades un acuerdo de investidura para desalojar al PP del gobierno, parece evidente que las líneas rojas, antes llamadas programa mínimo, las determinan realmente la correlación de fuerzas. Es decir, se negocia de forma que se pueda dar satisfacción al mayor número posible de aspectos programáticos, que representan, por otra parte, las reivindicaciones principales de los votantes. Naturalmente, siempre que se acepte entrar en el juego político parlamentario, donde rige la ley de hierro de los escaños. Y de ser así, como parece, toda estrategia negociadora debe contemplar previamente una jerarquía programática, dando por hecho que la actual correlación de fuerzas de izquierda trasformadora (Podemos y UP-IU), no permite alcanzar todos los objetivos. Naturalmente, cada partido es muy libre de crear su propia jerarquía, y ajustarse a ella, para no defraudar a sus votantes. Pero es necesario que la expliquen públicamente, sin eufemismos, en un necesario ejercicio de pedagogía política. Pues bien, si el referéndum de autodeterminación es una conditio sine qua non para negociar un posible gobierno progresista encabezado por Pedro Sánchez, se está priorizando la cuestión nacional sobre temas de tanta trascendencia para los trabajadores como la derogación de la reforma laboral, el incremento del salario mínimo, la restauración y desarrollo del Estado del Bienestar, la revalorización de las pensiones, la reforma fiscal progresista y progresiva, un plan de choque ante la grave crisis social, etc. Y en lo institucional, la reforma urgente de la Ley Electoral, el saneamiento democrático de partidos y administración, incluyendo las famosas puertas giratorias, la verdadera independencia judicial y de los organismos estatales y locales de control, etc.

Desgraciadamente, parece que algunos dirigentes se olvidan de algo tan elemental como que en una negociación política no existen líneas rojas, sino correlación de fuerzas. Si la negociación es eminentemente política, y qué más político que una negociación para formar la investidura del Presidente del gobierno, la correlación de fuerzas pasa a primer plano. La posibilidad de un gobierno progresista que desaloje del gobierno a la derecha conservadora del PP se convierte en el objetivo estratégico de la izquierda. Las líneas rojas solo tienen sentido en una negociación contable, comercial: uno puede pagar hasta cierta cantidad, y el otro puede vender hasta cierto precio. Es la negociación bajo ley de la oferta y la demanda. Y en este caso, las líneas rojas no las fijan los protagonistas sino su capacidad económica. Ahora bien, cuando de lo que se trata es de la obtención de mejoras a la situación socioeconómica de la mayoría de la población afectada por la crisis, la negociación es necesariamente política. Y entonces no hay líneas rojas que valgan sino habilidad negociadora para conseguir lo más posible de acuerdo a una valoración estratégica de la actual correlación de fuerzas. Sin duda, un juego de suma positiva, donde las ganancias en salario, condiciones laborales, derechos sociales, y protección social son lo prioritario. Utilizando inteligentemente la necesidad política de los socialistas para asegurarse la plena realización de los acuerdos alcanzados.

Y si esas son las prioridades, carece de sentido poner cepos a la capacidad negociadora con líneas rojas que, o impiden negociar, o serán finalmente sobrepasadas, con la consiguiente frustración y desencanto, como ha ocurrido en Grecia. Y más si se sabe de antemano que imposibilitan la negociación al chocar con otras líneas rojas igualmente invalidantes. El que lo haya hecho la dirección federal del PSOE, alarmada ante su última debacle electoral, con el tema de la unidad de España, no justifica persistir en el error. Todo ello exige a las fuerzas de izquierda una gran habilidad política para neutralizarlo, colocando en el centro de las negociaciones la Agenda Social, y las reivindicaciones (demandas de clase) que afectan al sistema productivo y a los intereses prioritarios de los trabajadores. Salvo, claro está, que no se quiera negociar, y se busque, con la cortada de la autodeterminación, nuevas elecciones donde culminar el asalto a los cielos; es decir, el sorpasso del PSOE. De ser así, una vez más el voto de los trabajadores habrá servido de poco.

En esta difícil coyuntura política, al menos resulta alentador escuchar a Alberto Garzón decir que si existe la posibilidad de un gobierno de progreso hay que intentarlo para revertir, hasta donde se  pueda, las políticas antisociales del PP, y atender la emergencia social generada por ellas. Lástima que los 2 diputados de UP-IU no les permitan jugar un papel más determinante. Porque hoy la emergencia social se llama pobreza infantil, 770.000 familias que no tienen ninguna fuente de ingresos, el 55% de los desempleados que han perdido la prestación por desempleo, o los desahucios que no cesan. Esta es la urgente prioridad de la izquierda si es que quiere seguir significando algo en nuestro país. Es la hora de los líderes políticos, sensibles a los intereses prioritarios de los asalariados (obreros industriales, trabajadores de la construcción, peones agrarios, dependientes comerciales, profesionales y técnicos, funcionarios, administrativos, etc.). Y tal vez sobran profesores de políticas.

La enfermedad (infantil) de las líneas rojas