martes. 23.04.2024

Nosotros, el pueblo. Jueces y libertades

Si hay una tópica frase estúpida, en el llamado lenguaje políticamente correcto de los políticos profesionales, es la que reza que se respetan las decisiones judiciales. No faltaría más. Entre otras cosas porque si no te cae la del pulpo, como bien han podido comprobar los independentistas catalanes, y es algo que ya conocen hace siglos tanto payos como gitanos, todos sujetos a la acción de la administración de justicia y sus sumos sacerdotes: Los jueces. Gentes dotadas de un poder ejecutivo omnímodo sobre nuestras vidas y patrimonios sin despeinarse.

De manera que ya está bien de expresiones surrealistas que ofrecen el mismo crédito a la ciudadanía que las participaciones de BANKIA. Reconozco mi palmario desconocimiento de las técnicas procesales, pero estoy convencido de que ello no puede limitar a nadie el derecho a expresarse conforme a la libertad de opinión que otorga nuestra Constitución. Por tanto, criticar razonablemente lo que se considera injusto no puede considerarse desacato. Y discutir lo que emana de un poder del estado es un derecho democrático. El respeto está en las formas, nada más y dicho sea.

En el colmo del adornamiento de esas frases vacías de sentido y oxímorones varios, una diputada autonómica de la izquierda madrileña ha rematado recientemente el adornamiento de la faena con la justificación de ese “respeto decisional” por tratarse de “profesionales” los que las emiten. Se ha llevado por delante toda la concepción del jurado que tan agónicamente se ha abierto paso en nuestro sistema judicial. Como si ser justo o impartir justicia no fuese, al límite, una intervención humana, realizada por seres de esa condición y aparentemente dotados del elemento esencial para tomar decisiones importantes, que no debería ser otro que el sentido común y la equidad por encima de cualquier debate de técnica jurídica procesal. Pero la sindéresis no es tan habitual como sería necesaria en no pocos humanos y tampoco en no suficientes tribunales

Ronald Reagan, presidente conservador USA en el siglo XX, nada sospechoso de perroflautismo ideológico, ni de comunismo en modo Ayuso, proclamó un excelente discurso ultraliberal bajo el título reconocido en el epígrafe de su constitución “Nosotros, el pueblo”. En sus palabras se definían los límites del poder del estado y de quien era el sujeto esencial para la toma de decisiones sobre el gobierno, la política y la administración de lo público. “Nosotros, el pueblo”, repetía, somos el origen de todas las decisiones de la vida pública y la base esencial de la libertad y la democracia de la república norteamericana. Y somos “Nosotros, el pueblo” quien decide lo que se debe hacerse al respecto concluía.

Pero volviendo a las judiciales decisiones que, tras los varapalos que infringen a la ciudadanía, unos de cal y otros de arena, se respetan aunque a veces no se “comparten” o les falta “sentido de estado”. Vamos, que no son respetables ni política, ni socialmente, porque para empezar, carecen de la racionalidad comprensible  para el común de los mortales; y quedan ausentes después, en no pocas ocasiones, de los basamentos técnicos para emitir un juicio sobre una materia que se desconoce materialmente por completo. Por muy juez que se sea, la salud pública, la aeronáutica o la fabricación de automóviles y, desde luego, la política es cosa de otras profesiones. Tengo entendido que para dotarse de los elementos para tomar ese tipo de decisiones jurídicas especializadas con eficacia, en los tribunales de justicia se acude al peritaje de expertos en tales materias. Pues sus dictámenes deberían ser vinculantes en temas de trascendencia para la vida humana, por ejemplo.

No se ha comentado aquí sentencia alguna porque no es cuestión de polemizar sobre lo que se desconoce, e incrementar el número de opinadores sin fronteras, que se van extendiendo a lomos de los virólogos sin freno, en el territorio peninsular

Pero parece que hay, sin embargo, miembros de la judicatura con conocimientos tan universales, metafísicos y poliédricos que les permiten tomar decisiones sobre todas las cosas que suceden en el planeta. Gentes dotadas de principios infalibles basados  en una especie de ley natural que les aporta el cargo y su propia visión cosmológica de la política que es la madre de todos los absolutismos. De ahí se puede llegar a abrir la puerta para interpretar esa frase del líder del PP que llega a justificar comparativamente la aplicación de leyes sin democracia como si eso fuese una opción equilibrada con el constitucionalismo.

Sin duda que de eso la derecha española tiene gran experiencia acumulada, así como  jueces de carrera y obediencia debida, que aplicaban leyes injustas durante una dictadura bajo ese paraguas contra las libertades humanas. Porque, en efecto, ley sin democracia no es otra cosa que una dictadura y sus administradores judiciales cómplices de ella. Y luego dicen que la izquierda simplifica las cosas con eso de fascismo o democracia. Pues ese parece seguir siendo el dilema para los conservadores españoles. Aún.

De manera que la judicialización de la vida política, a instancias de los partidos que han subrogado sus responsabilidades en ella, ha convertido a los tribunales en jueces y parte de la opinión ciudadana, amparados en su supuesta independencia como poder del estado, pero no en la necesaria independencia de criterio exclusivamente jurídico sobre la materia política juzgar. Y ya sabemos de sobra que las decisiones sobre las sentencias se toman “democráticamente” por mayorías en el seno de los tribunales sentenciadores. Lo que no sabemos es el origen democrático de sus nombramientos o en la composición de salas. Ni conocemos tampoco, aunque ya más que intuimos, el origen ideológico  explicito que reflejan no pocas sentencias recientes. Pero eso ya no es justicia, sino opinión personal de un ciudadano con poder de juzgar, condenar o encarcelar. Todo un riesgo de desviación de poder para las libertades políticas y la seguridad jurídica de los derechos democráticos.

Y así nos encontramos día si y día no que las sentencias sobre nuestros derechos básicos, sobre nuestra salud, o sobre nuestro patrimonio, se dirimen por bloques políticos de conservadores o progresistas. Que estarán dotados de toda las profesionalidad que se quiera, pero que no dejan de ser unas decisiones de origen político revestidas de “ciencia” jurídica y fraseología experta “ad hoc”. Y así no hay quien de verdad las respete por mucho que los togados se empeñen. Porque hay gentes que no están dispuestas a aceptar esta disfunción completa de lo que llaman justicia y que no lo es. Y nosotros, el pueblo, debemos de poner coto a eso.  

No se ha comentado aquí sentencia alguna porque no es cuestión de polemizar sobre lo que se desconoce, e incrementar el número de opinadores sin fronteras, que se van extendiendo a lomos de los virólogos sin freno, en el territorio peninsular. Solo es reclamable nuestro derecho a expresar en contrario la deformación que están sufriendo las instituciones judiciales, de un poder del estado no electo en primera instancia, de escaso y deficiente control democrático, hacia una deriva peligrosa al administrar decisiones políticas cual tribunales de orden público se tratase.

Hurtándoles, indebidamente, las  que le son propias a nuestros únicos representantes electos. Esos que temporal y no vitaliciamente administran nuestros intereses y podemos sustituir si así nos parece. Porque para “Nosotros, el pueblo” ese es el principio y fin de nuestra constitución y también de todas nuestras libertades humanas democráticas. Nosotros, el pueblo español, tenemos el derecho a ello, porque de nosotros, el pueblo español, emana.

Nosotros, el pueblo. Jueces y libertades