sábado. 20.04.2024

No es país para confluencias

La izquierda porta un virus crónico. Desde las mismas entrañas de los movimientos contestatarios, la enfermedad se transmite por todas las vías posibles.

“En la política hay adversarios y correligionarios: estos últimos son los más peligrosos.” La satírica sentencia del dirigente democristiano Konrad Adenauer exponía una embarullada realidad que, si bien de manera implícita, no abordaba la manifiesta situación de conflicto en la izquierda política.

Y es que la izquierda porta un virus crónico. Desde las mismas entrañas de los movimientos contestatarios, la enfermedad se transmite por todas las vías posibles. Este contagio intergeneracional consolida su achaque histórico: la izquierda es conformista. Perdedora.

La izquierda, además, es sustancialmente acrítica cuando la fiscalización de sus propios actos es necesaria, y excesivamente crítica cuando el objeto de réplica se sitúa en sus compañeros de espectro político, e incluso de partido. La izquierda renunciaba, hasta hace poco, al aprovechamiento de los espacios televisivos y mediáticos como tribunas de verborrea en aras de una supuesta superioridad intelectual que menguaba su credibilidad y divulgación.

La izquierda tampoco supo resignificar el patriotismo a lo largo del siglo pasado, y aún arrastra sus consecuencias. La izquierda alza, entre la altisonancia y el pecho hinchado, el estandarte del feminismo mientras en su propio seno se perpetúan las prácticas “machistas-leninistas”.

Todas estas dolencias que acarrea el progresismo son minucias en comparación con la base del problema: la desunión a la izquierda del eje ideológico. Un repaso histórico superficial arroja multitud de ejemplos de disputas internas, conflictos programáticos y dramáticas escisiones que constatan esta evidencia. La unidad de la izquierda, mal llamada “unidad popular”, es una quimera.

El panorama político español no deja de ser un efecto colateral de este trastorno, que reside en la idiosincrasia de la izquierda, y que ni Pablo Iglesias ni Alberto Garzón han sabido subsanar. Los términos “confluencia”, “convergencia” y derivados monopolizan la actualidad política, y los análisis que pretenden explicar la definitiva ruptura de un proyecto en común aluden a motivaciones muy dispares: egocentrismo y prepotencia en las filas podemitas, trasvase masivo de cuadros del PCE, diferencias en la configuración de las listas, y un largo etcétera.

Si bien la enrevesada aritmética electoral sugiere la potencialidad de una candidatura unitaria, este enfoque carece de profundidad suficiente: no se trata de sumar los votos de Podemos, IU, Equo y demás movimiento sociales, sino de comprobar el tirón electoral de una confluencia izquierdista en el marco de ambigüedad marcado por la formación de Pablo Iglesias.

La mayoría de porqués esgrimidos desde las grandes cabeceras y titulares no ofrecen una respuesta real. Y es que el foco se sitúa en otro eje: Izquierda Unida y Podemos son dos proyectos políticos en los que se pueden percibir elementos antagónicos. El movimiento izquierdista tradicional que encarna IU y el populismo histórico que representa el partido morado son concebidos desde contextos distintos y derivan en caminos diferentes.

La figura del teórico político Ernesto Laclau es esencial para una comprensión total de este fenómeno. En  “La razón populista” y “Hegemonía y estrategia socialista” se reinicia la lógica posmarxista y el politólogo argentino, influenciado por corrientes gramscianas y peronistas, coloca las bases que Errejón y compañía interpretarían a posteriori.

La clave de un entendimiento certero reside en tres conceptos: antagonismo, hegemonía y significante flotante. El antagonismo supone afirmar el pluralismo político, asumir la imposibilidad de reconciliar la variedad de posturas ideológicas, y establecer una nueva dicotomía: los de arriba contra los de abajo, una mayoría social transversal.

La hegemonía, por otro lado, reivindica que todo orden es político y producto de una serie de prácticas, fruto de una correlación de poderes concreta. Se trata, según los postulados de Podemos, de colocar a la ciudadanía como sujeto político consciente de sí mismo y, por tanto, creador de prácticas hegemónicas que deriven en órdenes alternativos.

Los significados flotantes se enmarcan en una concepción de la política como “batalla por el sentido”. La resignificación constante de conceptos como “democracia” o “pueblo” choca frontalmente contra los principios claramente constituidos de Izquierda Unida. De esta manera,  para la izquierda clásica feminismo o republicanismo son pilares inamovibles e inalterables, que se contraponen a la construcción de nuevas sensibilidades.

Mientras unos acusan a otros de ortodoxia determinista y de no haber comprendido la actual situación posfordista, los otros replican a los unos que el populismo constituye un proyecto “en negativo” para canalizar demandas insatisfechas. Unos desprecian a estos otros por derrotismo, y los otros los califican de mera “maquinaria electoral”. Y, al mismo tiempo, algunos intentan poner de relieve el ecologismo político y un número excesivo de nuevas plataformas se ahogan en la insignificancia.

La explicación para la existencia de proyectos tan distantes en la misma tradición política se vertebra, pues, en un clivaje fundamental: la incapacidad de nombrar la estrategia reformista a un horizonte poscapitalista. Bien es cierto que la izquierda potencialmente parlamentaria coincide en el gradualismo del proceso y en una ingente cantidad de medidas para llevarlo a cabo, pero, al parecer, esto no constituye un argumento de suficiente peso para evitar la dispersión del voto.

Entretanto, con una ventana de oportunidad política ya cerrada (si es que alguna vez estuvo abierta), la izquierda vuelve a concurrir dividida a unos comicios en los que el adversario se conjuga de la misma forma que siempre. No tiene que ver con egos individuales, puestos concretos en listas o viejas rencillas personales. O no solo. Quizá haya que asumir, desterrando las experiencias del municipalismo, que no es país para confluencias.

No es país para confluencias