sábado. 20.04.2024

El ismo del terror

Jean Baudrillard, crítico de la cultura francesa, acertaba al considerar que la violencia identitaria es peligrosa “no por su posible éxito, sino por su fracaso programado”. 

Ochenta y cinco años atrás, una explosión en Wall Street sacude el curso de la Historia. Mario Buda, activista filoanarquista, vengaba la detención de sus camaradas haciendo estallar un carro tirado por caballos frente al edificio de Morgan Stanley. En ese preciso momento, da comienza todo.

En la convulsa década de los sesenta, Carl Schmitt tipifica la categoría de “guerrilleros motorizados” en su teoría del partisano, con el objetivo de ahondar en el estudio de los incipientes atentados suicidas mecanizados que, poco a poco, van superando lo rudimentario.

Actualmente, el heterodoxo historiador Mike Davis presenta el análisis más sagaz del método terrorista: coche bomba, teléfono e Internet. La combinación de estos tres elementos está en la base de las pesadillas que atormentan al mundo occidental. En ocasiones, de manera infundada.

El principio no discriminador de estas formas de insuflar terror hacen virtualmente inevitables los daños colaterales. Sí, ese cínico término que también se repite en bucle a través de portavocías norteamericanas. La avocación a un mundo donde los civiles no existen profundiza en esta idea de anulación de la distinción entre individuo y masa.

Los procesos paralelos de extensión y democratización del explosivo móvil a lo largo del planeta aseguran un estadio de desequilibrio que dificulta el retorno a una percepción de seguridad universal. La inutilidad de las tecnologías de vigilancia actuales, más que probada en territorio británico, se hace patente ante técnicas terroristas que desbordan estas prácticas.

La vida cotidiana y la vida en tensión se difuminan en un claroscuro que encierra estados de excepción injustificados y legislaciones abusivas. El peligro del debate libertad – seguridad no reside tanto en la falsedad de su condición de suma cero, sino en que, gracias a la resignación generalizada, se haya impuesto lo segundo. La estructura vertebrada del Estado-nación se muestra incapaz de hacer frente a un terrorismo de organización celular.

Esta difuminación se extiende a las identidades. Frédéric Neyrat muestra el desdibujo de los límites entre guerras de nación y guerras en la nación: la búsqueda de un enemigo definido y adjetivable concluye en intolerantes cazas de brujas.

El tratamiento del adversario trasciende una relación antagónica y se reproduce de forma agonística. La islamofobia constituye la principal epidemia de nuestra era, precedida por una lógica discursiva en la que lo oriental es descrito como algo que se juzga, se estudia y se corrige. Esta “configuración bipolar”, que encuentra su más lúcida representación en la consigna de West and the rest, configura a Occidente como una unidad putativa, carente de legitimidad en su posición de dominio.

La espacialización de la cultura y la asociación tácita de territorio y religión confunde la realidad multicultural europea, e impide vislumbrar una desconcertante verdad: la principal fuente de captación de fanáticos se encuentra dentro de nuestras fronteras, fruto de torpes proyectos de integración.

Este grado de complejidad hace del todo incongruentes tesis como la del “choque de civilizaciones”, en la que estos enormes bloques se concebían erróneamente como “glaciares culturales de avance lento, con frentes bien definidos y pocas variaciones internas”. Esto, una vez más, discrimina otra evidencia: la complejidad interna del mundo islámico convierte a los musulmanes en las principales víctimas del yihadismo.

Tras el 11S, entendido como el primer acto de “hiperterrorismo” y el estadio final de la violencia clásica, se ha venido reproduciendo el principio de contragolpe. Estas réplicas de ida y vuelta tienen como protagonistas a ejércitos estandarizados y grupúsculos yihadistas, y son la razón principal para entender la inseguridad que asola al territorio europeo. Además, la concepción oriental del tiempo posee rasgos concéntricos, a diferencia de la linealidad occidental, lo cual dificulta el vaticinio de estos actos.

Los terroristas se muestran como el sujeto más débil en esta lucha ya que el poder militar convencional les supera en efectivos, medios y despliegue. Debido a esta limitación, el miedo representa la mejor arma del terror yihadista, que busca el golpe de efecto a través de ataques virulentos, visuales e indiscriminados. El impacto psicológico viene acompañado de campañas de comunicación y propaganda, siendo el Daesh especialista en esta praxis.

La conmoción que sufre la sociedad civil se traduce en la permanente presencia del riesgo, referido, en palabras de Ulrich Beck, a la polémica realidad de la posibilidad. Según el sociólogo alemán “los riesgos son siempre acontecimientos futuros, que posiblemente nos esperan, nos amenazan. Pero como esta amenaza constante determina nuestras expectativas, ocupa nuestras cabezas y guía nuestras acciones, se convierte en una fuerza política que cambia el mundo”.

Tras el sádico asesinato de 130 personas en París, la libertad y la democracia en un continente de 743 millones de habitantes se supedita a una ansiedad social que encuentra la justicia en la desproporción, y la tranquilidad en una lucha cuerpo a cuerpo contra un sujeto líquido. La escenificación global del hecho terrorista reproduce marcos de convivencia que se degradan para combatir una enfermedad con un antídoto contraproducente.

Jean Baudrillard, crítico de la cultura francesa, acertaba al considerar que la violencia identitaria es peligrosa “no por su posible éxito, sino por su fracaso programado”. El terrorismo representa una suerte de lucha del mundo consigo mismo en la que, cada vez que creemos noquear al enemigo, nos golpeamos de bruces contra nuestra propia vehemencia.

El ismo del terror