jueves. 25.04.2024

Hablemos de Vladimir

La feminista norteamericana Valerie Hudson propone interpretar las decisiones políticas de los Estados a través de la personalidad de sus líderes.

Vladimir Putin mide poco más de metro setenta. En la actualidad, mesurar el peso de Rusia en un sistema-mundo de bloques requiere de otros baremos. Lo que resulta evidente es la polémica y polemizada putinwinkinfluencia del mandatario en la geopolítica del momento.

La feminista norteamericana Valerie Hudson propone interpretar las decisiones políticas de los Estados a través de la personalidad de sus líderes. La estoicidad e imperturbabilidad de Vladimir Putin conjuga a la perfección con sus zafios rasgos faciales, su tosca mirada y su hercúlea complexión. Cabría plantearse en qué lugar dejaría esto a España, pero eso es otra historia.

“El señor KGB”, como se le conoce popularmente, es cinturón negro de judo, practica natación a diario, y cultiva con especial dedicación su condición física. Se le ha podido ver curando a tigres malheridos, conduciendo bólidos de F1, cabalgando por la tundra rusa con el pecho al descubierto, o descendiendo al fondo marino al mando de sofisticados submarinos.

Putin es también sinónimo de controversia. La polarización que mantiene en torno a su figura es manifiesta. La derecha reaccionaria que comparte sus postulados lo observa con preocupación, ya que estos no se traducen en clave eurocéntrica; la izquierda, en cambio, hace uso de una cobarde equidistancia, entre el antagonismo ideológico y la excitación antiyankee. Mientras tanto, la socialdemocracia se pierde en el debate.

La problemática ucraniana y la guerra siria le han vuelto a colocar en boca de todos. Su terreno natural. Son numerosas las opiniones vertidas, las líneas escritas y la tinta empleada en retratar el complejo perfil del mandatario.

Su particular forma de manejar el timón del barco ruso entronca con el carácter controlador, pragmático, orgulloso y vengativo de su temperamento: es por ello necesario comprender la realidad interna del gigante eurasiático, para así también entender su rumbo geopolítico.

En clave interna, el putinismo se ha impuesto sobre otras vías de construcción de la hegemonía postsoviética. Entre el dilema de la “conjura mundial contra Rusia”, abanderado por el partido oficialista, y las alusiones a la justicia social de Ziuganov, el electorado ruso se ha formulado en un tipo de voto “en contra”. Esto es, en contra de las injerencias extranjeras, a todos los niveles y en múltiples aspectos.

El neozarismo de Putin le coloca en la cúspide del peculiar sistema presidencial ruso que, entre delirios de grandeza, promueve la despolitización de la población en aras de un principio ulterior y, por ahora, eficaz: la pujanza de Rusia, a través de un influyente papel en el plano internacional que no encaja en los cánones del imperialismo clásico.

Este gigantesco Estado es un híbrido entre casino y aseguradora: se apuesta, y mucho, con el dinero de los ciudadanos en el mercado mundial, al tiempo que se les asegura que no caerán por debajo de un determinado nivel de bienestar.

Vladimir Putin es el árbitro del partido amistoso entre Estado y capital, cuyas normas están supeditadas a su azaroso designio. La ofuscación de diversos intelectuales, que se empeñan en ubicar a Rusia en el bando de países que practican una nueva forma de capitalismo de Estado, constituye una distorsión de la realidad: el sector privado ha aumentado su peso total en la economía, pasando de representar el 45% al 60% actual.

Además, la deuda pública se ha mantenido alrededor del 10% del PIB. Sí, ya le gustaría al conjunto de la Unión Europea o a Estados Unidos. El capital privado todavía posee el control de la mayoría de los recursos petroleros del país, lo cual se presenta como una anomalía para un Estado que se nutre de exportar gas y crudo.

En palabras de Perry Anderson, la evidente privación parcial de la libertad en los medios de comunicación ha propiciado una visión del modelo putinista como “un Estado neoautoritario hostil a Occidente, con una envoltura de rasgos legales alrededor de una pirámide ruinosa de cleptocracia y matonismo”. Esto es, un sistema pivotado en la represión y la corrupción que, junto a las evidencias de manipulación electoral, explican su perpetuación en el poder.

Quizá esta perspectiva peque de una cojera consustancial a un análisis revisado por la intelligentsia nacional. El politólogo Daniel Treisman, al estudiar la Rusia poscomunista, no dudó en tildarla de “país normal de renta media” con todas las deficiencias intrínsecas a este modelo. El conjunto de pareceres se ha dicotomizado en un curioso polo entre la profesión periodística y la intelectualidad de la enseñanza superior rusa.

La élite liberal y oligarca, los burócratas, los empresarios, los pensionistas y las mujeres mayores son el principal caladero de votos de Rusia Unida, la formación política catch-all e incapaz de actuar por sí misma que, palabras del analista Gleb Pavlovsky, es “solo un saco lleno de personas que se aferran al Kremlin”.

Esta democracia dirigida, hermanastra mayor de la votocracia limitada que practica Viktor Orbán en Hungría, contrapone seguridad, estabilidad y una curiosa reformulación del papel de Rusia a nivel internacional, a un capitalismo oligárquico en plena connivencia con el poder ejecutivo.

La configuración actual del imaginario colectivo ruso encuentra una ilustración representativa en las protestas opositoras del 2012. El cuerpo social, en su mayoría apático y conformista, observaba a Dimitri Bikov, un prolífico poeta que lideraba la acusación pública, como un gordito simpático y combativo. Pero -se preguntaban- ¿qué va a pasar con nuestro dinero?

Al mismo tiempo, Vladimir cabalgaba a través de la infértil tundra a lomos de un tigre y, mientras, un estupefacto Occidente se entretenía hablando de la fastuosidad del animal y de la exasperante frialdad de su jinete. 

Hablemos de Vladimir