jueves. 28.03.2024

Sobre el café belga y las caras de una moneda

El movimiento verde en el Estado español tiene la ventaja (y el principal inconveniente) de ser uno de los escasos reductos europeos que resiste en la trinchera izquierdista.

“Quien crea que el crecimiento exponencial puede durar eternamente en un mundo finito, o es un loco o es un economista”

El heterodoxo Kenneth Boulding nunca tuvo pudor en tirar piedras contra su propio tejado. Quizá debió tener en cuenta a otro colectivo: el de los economistas locos. Y no escasea. A pesar de eso, la sentencia del británico posee una gran capacidad ilustrativa.

Gracias a esta reflexión comenzó una prolífera conversación, café en mano, con uno de los portavoces de la Federation of Young European Greens, durante uno de los descansos del seminario que la organización ecologista celebró en la Université Libre de Bruselas.

El objeto del parloteo se movió en torno a una afirmación primordial: “la justicia social y la justicia ambiental son las dos caras de una misma moneda”. Mientras sostenía algo de calderilla en la palma de su mano izquierda, mi compañero focalizó la discusión en intentar comprender la falta de aprehensión de este postulado por parte de los movimientos contestatarios clásicos. Y, por ende, de los partidos políticos que los subsumen.

La progresiva degradación medioambiental refuerza esta interrelación y, una vez más, los ejemplos dan al ecologismo político la incómoda razón. Hoy en día, según datos de la FAO, en torno a 805 millones de personas pasan hambre crónica. Pero la tendencia negativa se torna evidente: está previsto un aumento del 36% en menos de cuarenta años. ¿A qué se debe esta situación? Una pésima gestión del agua, una producción sobredimensionada de biocombustibles y una situación climática inestable son los principales motivos.

François Gemenne, miembro del Worldwatch Institute, ha fijado en 140 millones de personas los desplazados entre 2008 y 2013 debido a desastres exclusivamente metereológicos. ACNUR, por otra parte, estima que 1000 millones de hombres, mujeres y niños constituirán la población potencialmente migratoria por razones climáticas en un plazo de 50 años.

Estos son solo alguno de los arquetipos más ilustrativos de una relación de simbiosis que también se da a pequeña escala. Se trata de desbordar unas estructuras existentes que han anegado sistemáticamente cualquier intentona de poner en liza esta cuestión. El proyecto izquierdista está abocado a la insuficiencia y a la estrechez de miras si no revaloriza esta máxima. En palabras de los activistas Florent Marcellesi y Rosa Martínez, “es evidente que los marcos normativos y narrativos del siglo XX se han quedado desfasados en la era de la crisis ecológica”.

Es más, recogiendo las enseñanzas de Andrew Dobson, la confusión generalizada del ecologismo político como un simple plus ambientalista, estético y superficial impide el entendimiento íntegro de este discurso. Urge impregnar la transversalidad écolo en la prédica izquierdista y, quizá, la soberbia del progresismo desmesuradamente productivista se amilane. Para aplacar esa suficiencia es imprescindible hacer ver la magnitud actual de la crisis social.

Es ahí donde entra el papel del reformismo radical. Los pequeños pasos, humildes y trabajados, van calando en el imaginario colectivo. Gracias al genio Michel Foucault esto es entendido como una “revolución molecular nunca acabada”. Una sucesión de microrrupturas. Sin lugar a dudas, es lo más razonable desde una perspectiva posibilista y de necesidad ecológica.

El movimiento verde en el Estado español tiene la ventaja (y el principal inconveniente) de ser uno de los escasos reductos europeos que resiste en la trinchera izquierdista. En el escenario de la heterogeneidad del European Green Party, los factores históricos y locales perfilan al ecologismo español como una de las pocas corrientes que mantiene democracia de base, tintes de hegemonía ecosocialista y vocación integradora con las corrientes más a la izquierda de la tradición socialdemócrata.

Una vez dados los últimos sorbos a nuestra bebida, mi interlocutor sacó a colación una frase del ingeniero francés Alain Lipietz, quien definió a la ecología política como “el lugar donde se delibera sobre el sentido de lo que hacemos en casa”. Las implicaciones de plantear ahora el debate sobre justicia social y ambiental son osadas, en un contexto de indiferencia por lo ajeno, pero la reflexión acerca de los acicates del estado de cosas, como diría Wittgenstein, es el primer paso para revertir tendencias negativas.

El compañero de la FYEG utilizó la misma moneda que sostuvo con firmeza durante la media hora de conversación para invitarme al café. Le agradecí con más ímpetu el agradable intercambio de parrafada que el hecho de pagarme la consumición. Si Lipietz hablaba metafóricamente sobre espacios de deliberación, me queda más claro, en un sentido literal, que las cafeterías son un lugar más que adecuado para la cavilación.

Sobre el café belga y las caras de una moneda