martes. 23.04.2024

Putin, el tahúr de la historia

"Batalla de Kulikovo", Serguéi Prisekin, 1980

 

El gran maestro de historiadores Josep Fontana en una conferencia impartida en la X Jornadas de Historia en Llerena en 2009 sobre La divulgación de la Historia y otros Estudios sobre Extremadura titulada "Los historiadores son gente peligrosa”."La interferencia de los políticos en la enseñanza y divulgación de la historia”, nos dice:

“Los gobiernos han sido siempre conscientes de la importancia de la historia y se han preocupado por controlar su producción y difusión. Luis XIV tenía hasta diecinueve historiadores en nómina y Napoleón se ocupaba de fijar hasta los menores detalles de las pinturas que habían de perpetuar el recuerdo de sus batallas. Esta preocupación aumentó cuando la enseñanza de la historia se convirtió en una de las materias centrales de la educación pública. Algo que se ha dado en regímenes del más distinto signo. Si Nikita Jrushchov dijo en su tiempo: “Los historiadores son gente peligrosa. Conviene vigilarlos”, la señora Thatcher se ocupó personalmente de cambiar los programas que se enseñaban en las escuelas británicas”. En la España de Franco se hizo lo mismo, pero de una manera más radical. Los que tuvimos que sufrir aquella horrible asignatura de Formación del Espíritu Nacional podemos hablar de esta manipulación. Continúa Fontana: “La colonización de la memoria practicada por el franquismo impuso una visión que obligaba a reordenar todo el discurso para mostrar que la evolución de los tiempos conducía necesariamente, como su culminación, al Caudillo, ocultando todo lo que estorbara y silenciando las voces que hubieran desafinado en aquel coro. Hay que recordar que el régimen daba una gran importancia política a la historia, y la manipulaba a su conveniencia. El propio general Franco dijo en 1958: “Nuestro régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su fundamento en la historia española”, a lo que añadió en otros momentos afirmaciones como la de que hubiera querido suprimir de ella el siglo XIX por entero, puesto que España andaba mal, en su opinión, desde Felipe II para acá. No reduzcan afirmaciones como estas a retórica. Un personaje intelectual tan destacado como Tovar, que más adelante rompió con el franquismo, reconocía la importancia que tuvo para ellos, desde el comienzo, una visión irracional de la historia –una historia que, decía Tovar, “no se puede dirigir con la cabeza: la historia es sangre”- cuyo papel en la guerra civil definía así: “La sombra de Menéndez Pelayo estaba presente entre los sublevados del 18 de julio”. Unas palabras en las que les invito a reflexionar cuando se sientan tentados a minimizar el daño que puede hacerse desde un uso partidista de la historia”.

Todo este prólogo es muy pertinente para entender y valorar el uso de la Historia por parte de Putin. Para ello me basaré en el libro de Bruno Tertrais La venganza de la Historia. Cómo el pasado está cambiando el mundo.

La construcción de la identidad de la Rusia poscomunista ha sido y es compleja, para lo cual Putin ha recurrido a la Historia.

Frente a los avances culturales, económicos, militares de Occidente, Rusia defiende la idea de una civilización no solo diferente, sino superior, basada en un ADN genético propio, conservador y tradicionalista. Los rusos son una civilización aparte y los últimos portadores de los valores de la antigua civilización europea y romana, según el exministro de Cultura, Vladímir Medinski. Esta visión propicia un mesianismo en Rusia, el de una Tercera Roma, o lo que es lo mismo, el de una nueva Jerusalén, encargada de redimir a Occidente y de la que el comunismo fue, en esencia, su primera plasmación moderna. Putin en el 2006 se acercó al monte Athos en Grecia para conmemorar los mil años de presencia rusa, con un triple objetivo: celebró la historia de su país, sus raíces ortodoxas y la propagación del mundo ruso del que se siente protector.

Putin está influido por determinadas corrientes, la eslavófila y la euroasiática. La primera, que se opone al occidentalismo, puede entenderse por los trabajos de dos pensadores: Nikolái Danilevski del siglo XIX, representante de la segunda generación de los eslavófilos, que ansiaba la unión de los eslavos, herederos de Bizancio, contra una Europa paradigma del mal y la guerra; el otro, Ivan Ilín del XX, un filósofo militarista e imperialista, anticomunista y religioso. La segunda, la euroasiática, asume las raíces tártaro-mongolas de la civilización nacional y promociona la integración de los pueblos no rusos (Turquestán, Mongolia…). Y es en cierto modo, una fusión de Ana Karenina y Gengis Kan.

Putin recurre constantemente a la Historia y adopta una triple forma. Primera, la adscripción de Rusia en una continuidad histórica: el putinismo es una síntesis de zarismo y estalinismo. Respecto al zarismo, Putin pensó en él desde hace mucho tiempo, ya que organizó la inhumación de Nicolás II en San Petersburgo en 1998. Sus referentes históricos son Vladimir I el Grande, que se convirtió al cristianismo; Iván I, el unificador de las tierras rusas; Pedro I el Grande, el modernizador; Catalina II, la zarina autoritaria que invadió Ucrania; y, por encima de todos, Nicolás I, protector de las minorías cristianas del Imperio otomano, fustigador del decadente Occidente, creador de la policía de Estado, cuyo retrato preside su oficina. Los misiles nucleares y los nuevos submarinos estratégicos llevan nombres de los príncipes de la Rus de Kiev; o de héroes nacionales, como el `príncipe Pojarski, que liberó a Moscú de la ocupación polaca en el siglo XVII.

En cuanto al estalinismo, Putin no ha rechazado su herencia comunista. Después de todo, ha impuesto el regreso del himno nacional soviético pese a haber modificado la letra. No obstante, se cuida de distinguir el leninismo del estalinismo. Al primero lo identifica con la revolución y la anarquía, aludiendo a la posibilidad teórica ofrecida entonces a las repúblicas del abandono de la Unión Soviética. En la Rusia de Putin se celebra el nacimiento de los Romanov, pero no la toma del poder de Lenin. Por el contrario, desde el principio Putin se ha interesado por el estalinismo y por ello se está rehabilitando la figura de Stalin.

La segunda forma de la movilización de la Historia por parte de Putin es la glorificación del pasado de la nación rusa, una Historia en la que ni ella ni sus gobernantes son culpables de ninguna de sus vilezas pretéritas. Putin no se siente culpable de nada. Los Juegos Olímpicos en Sochi en el 2008 conmemoraron el 150 aniversario del final de las guerras del Cáucaso. En el 2012 se celebró un doble aniversario, de la liberación de Moscú (1612) y la batalla del río Moscova (1812). El “Día de la Unidad Nacional”, instituido en el 2005, se conmemora la victoria del príncipe Pojarski sobre el invasor polaco, la victoria de la dinastía de los Romanov y el fin de los tiempos convulsos.  El 70 aniversario de la victoria en la Segunda Guerra Mundial en 1945, presentada como rusa no soviética, sirvió de pretexto de una verdadera fiesta conmemorativa de paralelismos históricos.  En el escenario de la batalla de Kulikovo (1380), los cadetes militares rusos proclamaron en 2015: “635 años de victorias- 70 años de victorias”. El mensaje era contundente e igualmente la conexión establecida entre los guerreros de Dmitri Donskói, vencedor en Kulikovo, y los combatientes de la Segunda Guerra Mundial. Hay una visión de la Historia persistente: Rusia ha de repeler los ataques de Occidente, desde Napoleón, Hitler y la OTAN. El discurso oficial, de autocelebración, aleja definitivamente cualquier arrepentimiento colectivo. Los crímenes pasados son suplantados por la sublimación de hitos que alimentan el orgullo nacional.

Y el tercer eje de esta movilización de la Historia es la reescritura del pasado. El estalinismo está en plena rehabilitación. En los nuevos libros de texto rusos, las deportaciones y el Gulag son pasos dolorosos, aunque necesarios para construir el estado moderno. Las reformas de Stalin se asemejan a las de Pedro I. El pacto Ribbentrop-Mólotov, se justifica ahora a posteriori y su protocolo secreto, por el que se dividían Europa en zonas de influencia, se esconde, ya que Rusia prefiere hacerse pasar por víctima antes que por culpable. El Ministerio de Exteriores ruso ha publicado en la red social VKontakte que el pacto fue necesario para que la URSS retrasara la guerra, se fortaleciese y no quedarse aislada. En los últimos años tras la crisis ucraniana y las sanciones económicas Rusia, al sentirse marginada por Occidente, ha intensificado la defensa de Stalin y de los éxitos soviéticos. La “Ley sobre la invasión de la memoria histórica de la Segunda Guerra Mundial “de 2014, prevé juicios penales a quienes impugnen la versión oficial de la Historia. La intervención de la URSS en Checoslovaquia en 1968, según un documental difundido en 2016 en la televisión rusa, se justificó por la inminencia de un golpe de Estado prooccidental. En definitiva, Rusia tiene un pasado cada vez más imprevisible.

Putin, el tahúr de la historia