jueves. 28.03.2024

El peor analfabeto es el analfabeto político. Es tan burro que se enorgullece diciendo que odia la política

Los españoles consideramos la actividad política despreciable. Y este sentimiento se traslada a los políticos. Estos juicios están, en parte, justificados, porque no pocos hoy llegan a la política para degradarla, cuando la actividad política, según Azaña, es la aplicación más completa del espíritu, donde juegan más las dotes, tanto del entendimiento como del carácter. Merece la pena detenerse en la visión de la actividad política para el que fue presidente de la II República y todavía inhumado fuera de España. La política es una facultad, que se tiene o no se tiene, y el que no la tenga, inútil será que se disfrace de hombre político, y el que la tiene, tarde o temprano es prisionero de ella. Un hombre político tiene que sentir emoción delante de la materia política. La emoción política es el signo de la vocación, y la vocación es el signo de la aptitud. Los móviles que llevan a los hombres a la política, pueden ser: el medrar, el enriquecerse, el lucimiento y el mandar. Mas, estos móviles no son los auténticos de la verdadera emoción política. Los auténticos son: la percepción de la continuidad histórica, de la duración, es la observación directa y personal del ambiente que nos circunda, observación respaldada por el sentimiento de justicia, que es el gran motor de todas las innovaciones de las sociedades humanas. De la combinación de los tres elementos sale determinado el ser de un político. He aquí la emoción política. Con ella el ánimo del político se enardece como el ánimo de un artista ante una obra bella, y dice: vamos a dirigirnos a esta obra, a mejorar esto, a elevar a este pueblo, y si es posible a engrandecerlo. El problema de la política es el acertar a designar los más aptos. Tarea ardua. La democracia es el mejor sistema para elegir a los más aptos, aunque nunca es perfecta la elección.

Reconocida la excelencia de la actividad política, eso no impide que en la ciudadanía existan una serie de prejuicios, como también curiosas incongruencias, sobre ella.

Es común sentenciar la política es asunto de los políticos. Así dejamos claro qué y cuánto cabe esperar de nosotros en el cuidado de la cosa de todos. O lo que es lo mismo, solo a los políticos corresponde el preocuparse de los asuntos comunes. Además acompañamos a la sentencia anterior otro prejuicio, que la política es cosa de los políticos, porque para eso les pagamos. Pero tampoco mucho. Eso sí, queremos en el Parlamento a los mejores, pero no estamos dispuestos a pagarles un sueldo digno, y así solo acudirán los ricos. El movimiento cartista en la Inglaterra del XIX entre sus exigencias llevaba una clave para democratizar la política y evitar su monopolio por la aristocracia: "Sueldo anual para los diputados que posibilitase a los trabajadores el ejercicio de la política". Los poderosos tienen otros medios para apuntalar sus intereses, por ello sorprende que pongamos en peligro esta gran conquista de la igualdad de acceso a la política con algunas propuestas. Exigimos las listas abiertas, y solo un 3% de los electores utiliza las ofrecidas en el Senado.

Criticamos la profesionalidad de los políticos, pero nos viene de perlas para olvidarnos de nuestros quehaceres civiles. Nosotros como ciudadanos con cumplir con Hacienda, y no siempre, y votar con desgana, ya hemos hecho bastante, del resto de la gestión de la cosa pública, para eso están los políticos profesionales, lo que supone una dejación de funciones, por ello son ilógicas nuestras quejas. Criticamos a nuestros concejales, pero muy pocos queremos ir en una lista de un partido para las elecciones municipales. Igualmente todos los políticos son iguales: es decir, gente de poco fiar y que van a lo suyo. Es muy cómodo, así evitamos el examinar sus diferencias ideológicas, comparar sus programas o vigilar sus conductas públicas. Todo ello exige tiempo. Y tampoco estamos para perderlo. ¿De dónde han salido nuestros políticos? No han venido de Marte. Nosotros los hemos votado y muchas veces depositamos la papeleta tapándonos la nariz. Y luego nos quejamos amargamente de la corrupción de los políticos. ¿Cómo es posible que una clase política tan incompetente y corrupta haya surgido de una sociedad tan pura e inmaculada? Si los políticos lo hacen todo tan mal, no puede ser que el pueblo lo haya hecho todo bien. ¿No será que nos servimos de los políticos como chivos expiatorios de todos nuestros traumas y problemas?

Criticamos a nuestros políticos por su incapacidad para el diálogo, lo que imposibilitó casi un año la formación de gobierno, y luego castigamos electoralmente más a los partidos que hicieron más esfuerzos para alcanzar tal objetivo.

Señala Daniel Innenarity en La política en tiempos de indignación, que en el menosprecio a la clase política se cuelan lugares comunes y descalificaciones, que muestran una gran ignorancia sobre la naturaleza de la política y propician el desprecio hacia ella. A estos críticos les deberíamos recordar que cuando impugnan algo tenemos derecho a exigirles que nos diga qué o quién ocupará su lugar. No ocurra aquello de la paradoja del último vagón. Se trata del chiste relacionado con unas autoridades ferroviarias que, al descubrir que la mayoría de los accidentes afectaban al último vagón, decidieron suprimirlo en todos los trenes. ¿Hacemos lo mismo con la clase política? ¿La suprimimos toda? ¿Ponemos entonces a tecnócratas como Monti o Draghi?

Sigamos con más prejuicios. Es decente quien no se mete en política, ya que va a lo suyo. Y ya es la culminación de la virtud si solo vive para su familia: de casa al trabajo y del trabajo a casa. De la política como algo abyecto hay que huir despavoridos. Lo único valioso es la vida privada, la familiar y laboral. De ahí que muchos alardean yo no soy político. Estos comportamientos contradicen lo que grandes pensadores morales y políticos nos han enseñado desde hace 25 siglos. A los que se despreocupaban de lo común, de lo que es de todos para hacerlo solo de lo suyo los atenienses del siglo V a. C. los llamaban idiotas. Para Bertolt Brecht, el peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. Es tan burro que se enorgullece diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto y lacayo de las multinacionales”. Según Arteta, es de lamentar que el ciudadano común elige hoy para su conducta pública la salida en lugar de la voz. Y es que mientras la voz o la toma de la palabra-la acción política por antonomasia- es directa, personal, costosa y arriesgada, la salida-la abstención- significa un mecanismo impersonal que apenas exige esfuerzo.

Tantos prejuicios e incongruencias contra la política conducen a que una actividad se considera execrable, porque se ha politizado y no hay que politizar las cosas. Dejando la vida privada a buen recaudo, debemos politizar todo aquello que nos afecta en cuanto miembros de la polis, y en todo lo posible y cuanto más mejor. ¿No debe someterse al debate público, de todos los ciudadanos, por ejemplo, nuestras pensiones, nuestra educación o el sistema fiscal? Cuando estas cuestiones se quieren eliminar del debate político, es que detrás debe haber algún interés bastardo. Somos seres tanto más libres cuanto más politizados. Por ello, la izquierda debería politizar frente a una derecha que no le interesa el tratamiento político de los temas. La derecha dominante en Europa promueve la despolitización y se mueve mejor con otros valores (eficacia, flexibilidad, competitividad, crecimiento, tecnocracia...) Lo que la izquierda debería hacer es luchar contra la dictadura del sistema financiero, los expertos que reducen el espacio de lo que es decidible democráticamente, y el predominio y frivolidad de los medios, y así recuperar el protagonismo de la política. El auténtico combate que se dilucida hoy es entre los que aspiran a que el mundo tenga un formato político y a los que no les importa que la política se convierta en algo irrelevante. La defensa de la política es la gran tarea de la izquierda, de no hacerlo, esta se juega su propia supervivencia.

El peor analfabeto es el analfabeto político. Es tan burro que se enorgullece diciendo...