jueves. 25.04.2024

Y si habláramos de moral…

Antes de entrar en el relato, me pongo la venda antes de la herida, para decir que mi propósito no es dar lecciones de moral. Más bien trataré de situar la necesidad de abrir un debate sobre nuestros valores, sobre nuestro código social. En demasiadas ocasiones, el determinismo económico se impone en la sociedad. Como si éste fuera un “Deus ex machina”, una deidad fuera de toda lógica social.

Antes de entrar en el relato, me pongo la venda antes de la herida, para decir que mi propósito no es dar lecciones de moral. Más bien trataré de situar la necesidad de abrir un debate sobre nuestros valores, sobre nuestro código social. En demasiadas ocasiones, el determinismo económico se impone en la sociedad. Como si éste fuera un “Deus ex machina”, una deidad fuera de toda lógica social. Considero que hay que reconducir a la economía a su sitio, colocarla en el marco de las relaciones sociales.

Entrando al terreno de lo moral, podemos separar conceptualmente dos términos: ética y moral. El primero, nos indica las pautas a seguir por las personas. Si al concepto ética le ponemos el apellido público, nos referiremos a las pautas que las personas deberían llevar a cabo en el ejercicio de sus responsabilidades públicas. Algo así, como un Código de la Gobernanza. El segundo término, moral, nos sitúa en las costumbres existentes en una colectividad. El clásico “O tempora, o mores”, qué tiempos qué costumbres, nos evoca a tiempos de Cicerón donde ya se deploraban los malos hábitos sociales. Son muchos los pensadores que encuentran analogías entre la caída del imperio romano y el momento actual que nuestra civilización vive. Atribuyendo el final de una civilización a la perversión de sus costumbres, de sus valores sociales.

Más allá de referencias históricas comparadas que siempre son aleccionadoras, nadie discute que nuestra civilización vive momentos intensos. Los más atrevidos hablan de un nuevo amanecer, de un nuevo ciclo, incluso de un nuevo sistema social. Por mi modo de ser, soy poco apocalíptico; un escéptico o cínico lampedusiano, que observa, con desagrado, que muchas veces se cambia algo para que nada cambie. Desde este escepticismo científico, percibo que la actual sociedad presenta suficientes mecanismos de inercia, de resistencia al cambio, como para hablar de transformaciones radicales. El Imperio Romano fue un mito; la sociedad capitalista es una profunda realidad. Pero, sin lugar a dudas, no hay que despreciar el punto álgido de crisis sistémica en el que estamos. Estamos en la cresta de la ola. Y en estos momentos intensos es preciso ir a la raíz de las cuestiones; volver a reformular preguntas cuyas respuestas parecían obvias.

Desde un punto de vista utilitarista, son muchos los que añoran los momentos donde la felicidad colectiva era una consensuada imagen social. Se recurría al clásico dicho de “vicios privados, virtudes públicas”. Dando a entender que mientras las cosas funcionasen no había por qué preguntarse por la virtud de las mismas. Ahora, que las cosas no funcionan se clama contra las mismas. Se vuelve a recurrir al método utilitarista; esta vez, inversamente. No estamos satisfechos, no podemos permitir que las cosas sigan así.

En ese debate social, se pone el foco en la cosa pública (res pública); se señala con el dedo acusador cómo origen de todos los males. Algunos, en un gesto desmesurado, incluso llegan a cuestionar la pervivencia de lo político. Como si olvidaran que ésa es la naturaleza de la ciudadanía, la que nos vincula a los demás. No hay que reducir lo político a lo partidario. Lo político es aquello que hace emanar la democracia; despolitizar a la sociedad es privarla de ella misma.

Así mismo, tampoco podemos separar los planos públicos y los privados. Hay que darse cuenta de que esa ética pública; legítima y razonablemente denostada, formó parte de la moral de su tiempo. Sólo desde la interacción entre cambios morales y cambios éticos podremos avanzar en la higiene de nuestra sociedad. Mientras, escándalos públicos como financiaciones corruptas de partidos se conviertan en meras batallas partidarias para buscar supuesta rentabilidad electoral habrá poco que hacer. Todavía, en nuestro sistema político está por verificar algún caso en el que una supuesta o certera corrupción política suponga coste electoral. Duele decirlo, el valor de la honestidad no cotiza en la bolsa del mercado electoral.

De este modo, es preciso un compromiso cívico que posibilite una influencia política suficiente para cambiar las cosas. Que nos permita castigar a nuestros representantes por su comportamiento. Donde los vicios privados sólo deparan vicios públicos.

Del mismo modo, debemos exigir un plus, un valor añadido a la ética pública, al comportamiento de nuestros dirigentes. Éstos por su responsabilidad social tienen más obligaciones para con su comportamiento. Solo desde la ejemplaridad pública se quitaran excusas para fraudes privados.

En definitiva, no es mal momento para volver a hablar de moral.

Y si habláramos de moral…