jueves. 28.03.2024

Las vicisitudes de Esperanza Aguirre: una teoría probable

El error de la señora fue no dejar que las cosas se mantuvieran en el marco de la competición del rebañeo del tres por ciento.

Cierto amigo mío, toda una biblioteca ambulante, explica que Cicerón afirmó que Virgilio era «la segunda esperanza de la gran Roma», y para darle mayor empaque mi amigo lo decía en la lengua original: «Magnae spes altera Romae». Después mi amigo se fumaba un caldogallina.  Después nos aclaraba que, por supuesto, Cicerón daba a entender que él mismo era la primera esperanza. Con lo que podemos colegir que el Cónsul romano no tenía el vicio de la modestia.

Algo de ello debió llegar a los oídos, aristocráticamente sobrevenidos, de doña Esperanza Aguirre, que siempre entendió que era la primera esperanza de España. El congreso de Valencia del Partido apostólico se lo impidió. De manera que la condesa consorte no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y consolarse con ser  la segunda esperanza al igual que Virgilio. A la espera de su oportunidad eligió la difícil estrategia de ser «gloria y flagelo» de su partido. La gloria que adquirió en Valencia le dio, contradictoriamente, mayor proyección nacional y consiguió más desconfianza en la mayoría de las arterias de su partido. El flagelo que puso en marcha vino de la mano de una parodia bucólica: si Virgilio se disfrazó de alegre rústico en sus Bucólicas, ella lo haría de chulapona de barrio.

Ciertamente, esa transformación le dio pingües beneficios: con la ayuda de su latifundio subvencionado y las limitaciones de la izquierda -Tamayo mediante- se hizo con el gobierno de la behetría madrileña. Pensó que de esa manera se iniciaba una segunda Reconquista de las derechas españolas tal como lo soñó el Manifiesto de los Persas. Y empezó el zigzagueo, aparentemente bien trenzado: «Mariano, estos son mis poderes». Y el hombre de Pontevedra respondía: «Lo sabemos, Aguirre, pero tus poderes están por debajo de los estatutos del partido y de la chequera de los Presupuestos generales del Estado». Y ahí empezó todo: los parciales del caballero y los incondicionales de la señora condesa, disfrazada de chulapona, aceleraron una práctica común, aunque cada uno por su lado y en su propio beneficio. Se trataba de tresporcientear -un neologismo que debería acoger en su seno el Diccionario de la Real Academia dado su generalizado uso- a mansalva. Los ladrillos valencianos y los ladrillos madrileños pro domo de unos y otros.

El error de la señora fue no dejar que las cosas se mantuvieran en el marco de la competición del rebañeo del tres por ciento. El error fue disputar poder político al hombre de Pontevedra, vale decir, querer ser la primera esperanza de España: «Magnae spes prima Hispaniae». Y, como diría Mayra Gómez Kempf, hasta aquí puedo leer.

Ahora la Aguirre -sola, fané y descangayada- ha dejado el bastón de mando del Partido apostólico madrileño. Una chocante victoria del atribulado hombre de Pontevedra. Ella misma nos avisa que no abandona la política, porque es conocedora de la capacidad de resistencia de los viejos galápagos, que no tienen los días sino los siglos contados. Que nadie lo dude: la señora sabe que el posible batacazo del hombre de Pontevedra será más duro que el de ella. Y entonces volverá a plantear ser la primera esperanza de España. Que su sueño sea improbable ya es harina de otro costal. En todo caso, por si las moscas, están ustedes avisados. 

Las vicisitudes de Esperanza Aguirre: una teoría probable