jueves. 25.04.2024

Unas instituciones deslegitimadas

Si hay un signo que expresa el deterioro del régimen democrático y la crisis política en que estamos inmersos, es el edificio del Congreso de los Diputados bordeado de policías y vallas metálicas desde hace meses.

Si hay un signo que expresa el deterioro del régimen democrático y la crisis política en que estamos inmersos, es el edificio del Congreso de los Diputados bordeado de policías y vallas metálicas desde hace meses. Una imagen que refleja una situación de excepción, que podría ser adecuada para una dictadura asiática o una latinoamericana república bananera, pero que, en este momento,  en España carece de justificación.  

El aspecto exterior de la cámara baja, protegida -¿de quién?- por un área de seguridad conseguida a expensas de la circulación en las calles adyacentes, se corresponde con lo que ocurre en el interior, que es la deriva autoritaria del Gobierno, la impotencia de los partidos de la oposición ante el diluvio de recortes en materia social y el aislamiento de la clase política. La mayoría absoluta del Partido Popular ha viciado la misión de la cámara, que es legislar y controlar la labor del Gobierno, y ha reducido sus funciones a ratificar los decretos del Consejo de ministros, situación que, por el fondo y por la forma, recuerda los usos de la democracia orgánica en las Cortes franquistas, donde dóciles procuradores ratificaban con aplausos las infalibles decisiones del Caudillo.

Con el Senado inoperante y el Congreso convertido en cámara de resonancia de la Moncloa, el Ejecutivo ha usurpado las funciones del poder legislativo y ha vaciado a la cámara de su contenido esencial; nunca fue un fiel reflejo de la opinión ciudadana, pero ahora es un simulacro; el escenario donde se exhibe una representación teatral, en la que una férrea dirección no permite salirse de un guión incuestionable. La libertad y la democracia, entendidas según el recio estilo de FAES, han llevado al gobierno neoliberal prescindir de las liberales consideraciones de John Locke sobre la división de poderes.

El Congreso de los Diputados, vacuo y rodeado de vallas y policías, es una metáfora de este país. 

Debemos asumir, entonces, que la crisis económica ha propinado un decisivo empujón a nuestro ajado régimen democrático y que asistimos a las exequias de lo que se llamó el espíritu de la transición, que se manifiesta en el deterioro de las instituciones y en la poco ejemplar conducta de la clase política,

Es muy alarmante constatar la obsolescencia y la esclerosis de las instituciones surgidas tras el ocaso de la dictadura, cuyo funcionamiento es renqueante a los ojos de los ciudadanos, quienes han comprobado, en primer lugar, que además de mermar progresivamente su soberanía, desde el punto de vista práctico, no sólo no sirven para defenderles, como trabajadores, de las embestidas de la clase patronal sino al contrario, y como consumidores, de los cotidianos abusos de bancos, oligopolios y grandes compañías de las que son rehenes de pago. Y en segundo lugar, que están sometidas a mañas y deformidades derivadas de intereses corporativos, de la lucha partidista y de la corrupción.

Desde hace tiempo la política y sus instituciones, que en teoría representan el poder de los ciudadanos, han ido en franco retroceso frente al poder fáctico de agentes económicos que la crisis ha vuelto aún más poderosos. No hay que sorprenderse, pues, de la mala imagen del Congreso, del Senado o de los parlamentos autonómicos, sometidos a presiones semejantes, ni tampoco de las del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas, de la Fiscalía General del Estado, del Consejo General del Poder Judicial, de la administración central y autonómica, que han sido juguetes en manos de los grandes partidos, en particular del Partido Popular, que las ha manipulado sin límite ni recato. Si quienes deben más lealtad a las instituciones se han encargado de deslegitimarlas, la mal llamada desafección de los ciudadanos está plenamente explicada.

Si a eso añadimos la incapacidad, como poco, del Banco de España, del Ministerio de Hacienda y de las consejerías autonómicas homólogas, así como de los órganos reguladores, en particular de las comisiones nacionales de la Energía, de las Telecomunicaciones, de la Competencia o del Mercado de Valores, para incidir en nuestro desequilibrado modelo económico, controlar el desmedido desarrollo del sector financiero, el arriesgado aumento del crédito, el crecimiento de la burbuja inmobiliaria o el desorbitado gasto público y privado, tendremos el cuadro completo. Y si sumamos el descrédito del propio Gobierno, de los partidos políticos, de la judicatura, de la Iglesia y de la monarquía, habrá que concluir que el régimen político surgido tras la dictadura está seriamente averiado y que la Transición está agotada en sus fuerzas, pero inconclusa en sus metas, que eran, recordemos, instaurar una democracia avanzada y un Estado social y democrático de Derecho, que propugnase como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, como indica la Constitución. Pero no se han cultivado las virtudes cívicas adecuadas a tal empeño ni se han efectuado las oportunas reformas para avanzar en tal sentido, sino al contrario, pues claro está que hemos retrocedido respecto a aquellas metas, y que, con un régimen “canovista” restaurado de hecho, se perciben alarmantes intentos de volver a un pasado impresentable.

Unas instituciones deslegitimadas
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