miércoles. 24.04.2024

Una reforma laboral sin justificación

NUEVATRIBUNA.ES - 2.9.2010...En primer lugar, vuelven a invocar la retórica tradicional de ser un instrumento imprescindible para reducir el paro y la temporalidad. Dada la experiencia histórica en contra, ese argumento está agotado y se defiende con poca convicción ya que hasta el mismo Ministerio de Trabajo admite que ésa no es su misión principal.
NUEVATRIBUNA.ES - 2.9.2010

...En primer lugar, vuelven a invocar la retórica tradicional de ser un instrumento imprescindible para reducir el paro y la temporalidad. Dada la experiencia histórica en contra, ese argumento está agotado y se defiende con poca convicción ya que hasta el mismo Ministerio de Trabajo admite que ésa no es su misión principal.

En segundo lugar, debilitada la eficacia de esos argumentos y para esconder algunos de sus efectos negativos y ganar credibilidad, se quiere instrumentalizar otro discurso justificativo de apariencia progresista: el de la ‘igualdad’ frente a la segmentación. Ante la evidente segmentación del sistema de contratación y de tipo empleo (o ausencia de él) el sindicalismo y la izquierda se han basado en la igualdad para evitar la fragmentación laboral, homogeneizar condiciones y derechos laborales, eliminar los segmentos inferiores (el paro y la temporalidad injustificada) y elevar su situación con la referencia de un ‘empleo de calidad’: la norma de empleo estable, salario digno y plenos derechos sociales y laborales. Ese objetivo se asienta en valores fundamentales para la sociedad y la izquierda, mejoraba la situación de los sectores más vulnerables y tenía una orientación progresista. Incluso esa idea de igualdad como mejora ha sido el objetivo retórico dominante que ha amparado anteriores reformas laborales –temporalidad mejor que paro, contrato de fomento mejor que temporal- aunque algunas medidas tuvieran otros efectos contraproducentes. No obstante, ahora se da la vuelta y el objetivo de igualdad lo asocian a reducción de derechos y conlleva un proceso regresivo. La igualación de derechos se hace hacia abajo, supone descenso, y esa retórica intenta enmascarar el retroceso. Los derechos laborales, en este caso la indemnización ante el despido, se reducen para homogeneizarlos con los del escalón inferior: se elimina en la práctica el de los 45 días, pasan a ser 33 días´, pero se facilita el despido ‘objetivo’ con 20 días y con la subvención estatal de ocho días se queda en 12 días de indemnización que será el límite del despido improcedente –en contados casos- de los contratos temporales. Se llega así al llamado ‘contrato único’, unificando a la baja los derechos y al alta el poder discrecional del empresario. Además, la medida no pretende reducir los privilegios, de todo tipo, de ciertas élites directivas o gestoras, sino a eliminar las mejoras relativas de una parte sustancial de las capas trabajadoras semi-cualificadas o poco cualificadas pero con contrato indefinido, que todavía estaban relativamente amparadas por la normativa y la protección social alcanzadas, muchas veces, por grandes esfuerzos en la negociación colectiva o han sido conquistas sociolaborales colectivas. Por tanto, no tiene credibilidad el argumento de esos poderes económicos y élites políticas o académicas, promotores de la segmentación laboral y, al mismo tiempo, que intentan aparecer como defensores de los ‘débiles’ frente a la rigidez o privilegios de trabajadores ‘fijos’; ahora utilizan ese supuesto interés ‘igualitario’, para equiparar derechos a la baja, para seguir precarizando a la mayoría y aumentando su división interna.

Esta reforma laboral no es un avance ni una mejora para las clases trabajadoras. Es una ‘reforma’ regresiva, no progresiva. Constituye un recorte no una mejora. Esto es bastante evidente para la mayoría de la sociedad e incluso para el propio Gobierno y los poderosos. Entonces, ese intento de argumentación no tiene credibilidad, no puede basarse en que es un ‘bien’ para todos: crear empleo, reducir la precariedad laboral, incrementar la igualdad, fortalecer derechos, consolidar el Estado de bienestar.

En tercer lugar, el Gobierno reelabora el viejo discurso de la necesidad de ‘austeridad’, de la aceptación de esos recortes y el empeoramiento de condiciones sociolaborales. Exige ‘colaboración’ de los sectores populares, aportando su sacrificio y asumiendo los mayores costes, como medio imprescindible para ‘su’ salida de la crisis. Reconoce el retroceso laboral de hoy que pasa a considerarlo inevitable y necesario para la mejora colectiva de un mañana impreciso. Cambia totalmente su discurso anterior de compromisos o avances sociales e incorpora la idea fundamental de la derecha de austeridad (sobre todo para las capas populares), por mucho que intente establecer cierta diferenciación con ella y algunos límites al hablar retóricamente de salvar la cohesión social o el Estado de bienestar. Pretende construir la idea de que ‘todos’ hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora ‘todos’ debemos hacer nuevos esfuerzos y arrimar el hombro. No obstante, elude el análisis de las causas y responsabilidades de los diferentes segmentos de la sociedad y las distintas instituciones y élites, de cómo ha afectado la crisis de forma desigual a diferentes grupos sociales. Ha habido distintos ganadores y diferentes perdedores en diverso grado y sectores con cierta neutralidad. Pero, además, estas medidas de austeridad tampoco son equitativas ni justas. No van contra los causantes de la crisis, ni palian sus consecuencias ni regulan eficazmente los mercados de capitales. Han dejado de lado el objetivo central de creación de empleo con planes de estímulo económico y una reforma fiscal progresiva. Estas reformas y ajustes vuelven a incidir en el deterioro de los sectores más vulnerables y no sobre los que detentan el poder y los recursos económicos. Ni siquiera es una austeridad compartida ni equilibrada y el coste adicional lo vuelven a pagar los débiles.

En cuarto y último lugar, una vez visto el poco poder de convicción del argumento de la ‘austeridad’, como discurso justificativo, utilizan el fatalismo de la rendición –prácticamente incondicional- ante el auténtico poder, el de los llamados mercados financieros, avalado por las instituciones de la UE. Sectores pro-gubernamentales llegan a reconocer el carácter injusto de la nueva política de ajuste, pero ese paso atrás lo consideran inevitable para evitar un hipotético retroceso superior, expuesto con catastrofismo. Aparecen la prepotencia y el autoritarismo, clásicos en la derecha. Esos poderosos admiten la existencia de cierta conciencia social de descontento, el desapego popular a esta política y a sus gestores, pero insisten en la amenaza y el chantaje de un castigo mayor. No sin cierto cinismo combinado con victimismo exponen la muralla a no traspasar: el cuestionamiento práctico y, menos, la resistencia y oposición activa a estos planes. Ello conlleva la demanda de aceptación de la subordinación de la política, del Estado, al dictamen de la economía, del gran poder económico y financiero. Llegan a disculpar al Gobierno por no representar los intereses de los ciudadanos sino el de esos mercados financieros. Pero esa posición supone un gran retroceso del discurso democrático, de la capacidad de la soberanía popular y sus instituciones representativas para definir el marco socioeconómico y de convivencia y la gestión política. Es la renuncia, como representación de la sociedad, a construir libremente el modelo social y productivo. Pretende neutralizar la aspiración a avanzar en la democracia económica, política y social. Este discurso y su divulgación expresa la dimisión de la mayoría de las élites políticas europeas, de las instituciones estatales y de ámbito comunitario, respecto de la construcción de un modelo social avanzado y deja en el desamparo a la sociedad que se ve indefensa y sin casi instrumentos para defender sus derechos. No es una actitud valerosa el atreverse a doblegar a los débiles, sino que es una posición temerosa y cobarde anteponer la obediencia a los fuertes. Ese fatalismo persigue la pasividad colectiva y pretende que la población se quede en una simple adaptación a esa imposición y en el intento de supervivencia individual. Refleja una actitud y una cultura conservadoras aunque, dada la fragmentación existente, tiene distintos significados: para sectores relativamente acomodados es funcional al permitir capear el temporal sin muchos riesgos, manteniendo sus ventajas comparativas; para segmentos en paro y precarios es una condena que genera frustración; para capas populares algo estables induce a la aceptación de un periodo de incertidumbre con la esperanza de que el deterioro no sea demasiado grave e irreversible o le toque a otros.

No obstante, existen razones fundamentales para el rechazo a esas reformas. La dinámica emprendida y el alcance regresivo de las medidas tienen consecuencias profundas y duraderas, no sólo leves y transitorias. Afectan al deterioro significativo de derechos de todos, aunque la dimensión y los efectos de su aplicación pueden estar fragmentados. Este giro antisocial está condicionando la duración y el tipo de salida de la crisis, cómo quedan los distintos segmentos sociales, qué modelo socioeconómico y de relaciones laborales y qué tipo de Estado de bienestar se configuran. De salir adelante, el impacto regresivo va a ser sustancial y persistente pero, además, si esta política se aplica sin una fuerte oposición social también puede facilitar su consolidación y nuevas agresiones sociales, debilitar las dinámicas progresistas y desarticular el sentido de justicia social y la cultura democrática presentes, particularmente, entre la izquierda social y el tejido asociativo popular.

En definitiva, todos esos argumentos no tienen consistencia para avalar una reforma laboral injustificable: no tiene nada de progresista y es abiertamente regresiva.

Antonio Antón - Profesor Honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid

Una reforma laboral sin justificación
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