viernes. 29.03.2024

Transición: Comparaciones imposibles

Es cada vez más frecuente leer análisis ucrónicos de la Transición española. Frente a quienes la idealizan como un proceso inmaculado...

Es cada vez más frecuente leer análisis ucrónicos de la Transición española. Frente a quienes la idealizan como un proceso inmaculado, con el objetivo de perpetuarla, surgen voces con regusto adanista, normalmente de generaciones distantes, o de distantes opinantes, que la condenan con ojos de hoy.

La Transición, como muchos otros momentos históricos, dista mucho de ser un proceso lineal. Fue hija de muchas luchas, de muchas fortalezas y sobre todo de muchas impotencias: la de los herederos del franquismo, que no pudieron imponer sus deseos iniciales de una "democracia orgánica" postfranquista; la de las fuerzas democráticas, con capacidad para bloquear el continuismo pero sin fuerza suficiente para imponer una ruptura.

No comparto la idea de quienes, desde la cómoda atalaya de tres décadas de democracia, teorizan que fue posible hacer más ruptura, pero que los pactos políticos lo impidieron. Quienes hacen esta lectura, obvian que la democracia no estaba descontada ni garantizada de antemano. Obvian que Franco murió en la cama. Obvian que una buena parte de la sociedad se había acomodado a una mejora relativa de su nivel de vida a costa de la falta de libertades. Obvian que los fascistas asesinaban, como en el despacho laboralista de CCOO de Atocha, con la connivencia de los aparatos del poder. Obvian que el riesgo de marcha atrás era real, como se demostró en el 23F. Obvian el factor desestabilizante del terrorismo de ETA y otros. Obvian que en España se libraba más de una batalla, la democrática y también la de la guerra fría en el sur de Europa. Obvian que esa guerra fría provocó una evidente falta de unidad democrática. Obvian que a finales de los 70 se libraba no solo la batalla por la democracia, sino por su control. Obvian que los dos bloques de la guerra fría, confrontados por el control de Europa, coincidían en no querer las democracias del sur de Europa gobernadas por partidos de izquierda no subalternos del poder económico. Obvian que la Transición se produjo en medio de la primera de las crisis del capitalismo industrialista, una crisis que afectaba a todos los países desarrollados, pero especialmente a una economia cerrada que vivía su primera reconversión industrial. Obvian que las luchas obreras de aquellos días expresaban gran capacidad de resistencia, pero eran también el primer indicio de que el hábitat natural del sindicalismo industrialista comenzaba a desaparecer.

La lista de cosas que obvian los que analizan con ojos del 2014 la Transición de hace cuatro décadas es tan larga, que obliga a tomar distancia histórica de estas lecturas ucrónicas.

Lo que sí me parece evidente es que los impulsos positivos y transformadores de aquel proceso hace tiempo que se han agotado, y hoy son una rémora. Que las propias limitaciones con las que nació entonces, hoy se han convertido en corsés que impiden su evolución. Por citar solo algunos ejemplos: un modelo de democracia representativa, sin espacio para la democracia participativa; tres referéndums en 35 años, que lo dicen todo; un sistema electoral preparado para fortalecer a los partidos, muy débiles entonces, frente a los ciudadanos, y para garantizar una alternancia política dentro de un orden; un modelo territorial construido desde el tacticismo y para el tacticismo permanente, sin una sola fuerza política o social estatal con un proyecto inclusivo para toda España; un compromiso implícito de no discutir la forma de Estado como monarquía parlamentaria... La lista es larga.

A estas limitaciones y corsés de origen se añaden las derivadas de un proceso de globalización económica, que ha desequilibrado hasta extremos insufribles la fuerza de los mercados financieros y la de la sociedad organizada políticamente. Estas constataciones deberían llevarnos a un acuerdo de mínimos. Sin ningunear lo que supuso la Transición a la democracia, constatar que su fuerza propulsora está agotada y que, en estos momentos, se ha convertido en un freno.

Demostrando lo contradictorios que somos los humanos, no puedo evitar una comparación imposible, al calor de la muerte de Suárez. Por supuesto, no lo considero el "forjador" de la democracia, como ampulosamente se ha dicho estos días. Pero no se puede obviar que supo, desde lo más profundo del Régimen, canalizar un proceso no fácil. Y que para ello tuvo que romper dos tabús franquistas: el de la España roja y el de la España rota.

Hoy, nadie debería olvidar que Suárez legalizó el PCE, cuando sus apoyos políticos defendían mayoritariamente lo contrario. Y que reconoció la legitimidad republicana de la Generalitat de Catalunya. La Generalitat preconstitucional fue el único factor de ruptura institucional con el franquismo. Todas las demás instituciones nacen de la evolución del franquismo y de la voluntad de la ciudadanía, expresada en el referéndum constitucional. El Gobierno Tarradellas, previo a la Constitución, tomó su legitimidad de la República.

Reconozco que es una comparación imposible, pero no me he podido resistir a ella con los tiempos que corren.

Transición: Comparaciones imposibles