lunes. 07.10.2024

Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa

Se atribuye esta frase a Emma Goldman, una libertaria feminista de la primera mitad del siglo pasado. Fue la respuesta que le dio a un compañero correligionario que le reprochaba que estuviera bailando; dado que no parecía ser apropiado para la causa revolucionaria. La frase tuvo cierta fortuna y fue estampada en multitud de camisetas y chapas.

Se atribuye esta frase a Emma Goldman, una libertaria feminista de la primera mitad del siglo pasado. Fue la respuesta que le dio a un compañero correligionario que le reprochaba que estuviera bailando; dado que no parecía ser apropiado para la causa revolucionaria. La frase tuvo cierta fortuna y fue estampada en multitud de camisetas y chapas. El éxito de la misma se debe al hecho de haber unido llamativamente dos conceptos que, para muchos, pueden ser contradictorios: Compromiso y Alegría. Política y Felicidad.

Siendo un negado para el baile, me reconozco en ella. Comparto la idea de que todo modelo político que se proponga debiera ir acompañado de la búsqueda de la felicidad comunitaria. No es nueva la cuestión, ha sido muy debatida en el terreno de la filosofía política. De hecho, se ha consagrado en textos jurídicos tales como la Constitución Española de 1812. En ella, siguiendo los parámetros del pensamiento político liberal, se estableció que «el primer objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen». De este modo, la política no sólo se convirtió en el arte de lo posible sino también en el arte de procurar la felicidad.

Reconozco que el horno no está para bollos. Estamos en momentos duros socialmente y preocupantes políticamente. Duros socialmente; en un paisanaje repleto de personas paradas que generan un malestar social epidémico dentro del llamado Estado de Bienestar Social. Preocupantes políticamente, donde los valores de la extrema derecha avanzan en toda Europa. Donde el alarde impúdico de un Estado anunciando que ha dado muerte a un terrorista sin pasar por los tribunales y a través de información suministrada en torturas se convierte en rédito electoral.

Pero aún así, entiendo que el discurso político no debería renunciar a la transmisión de valores positivos, de ilusión; que mojen e impregnen el escenario ceniciento y gris. Se trata de plasmar valores e ideales desde los principios de libertad y democracia. El discurso político debiera ser capaz de conectar con el alma social de la esperanza, con el espíritu de la superación, que, sin duda, ha sido en muchas ocasiones motor de la Historia. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, se recurre al alma social del miedo, al temor.

Recurrir, con alegría, a la esperanza nada tiene que ver con la charlatanería, el embaucamiento, la frivolidad o la insustancialidad. Más bien es en el discurso al miedo es donde se aloja lo vacuo y lo fantasmagórico; buscando chivos expiatorios dentro y fuera de la comunidad.

Algunas veces, vemos humor en recursos electorales. Las más de las veces, se utilizan para llamar la atención por parte de las opciones minoritarias ante el escaso eco que les dan. Pero no se trata de competir por el Club de la Comedia. Se trata de comunicar, conectar y convencer. De llegar a la razón, pero también al corazón. De trasmitir no sólo sesudos programas de acción sino también actitudes, formas y estilos de vida.

Finalizo, entresacando palabras de un poema de Benedetti, cosa que es un auténtico delito. Hay que leerlo entero. Defender la alegría como una trinchera, como un principio, como una certeza, como un destino, como un derecho. Defenderla de los miserables, de los ingenuos de los canallas, de los neutrales y de los neutrones. Y también defenderla de la propia alegría.

Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa
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