Pasada ya la hinchazón católica-vaticana de Benedicto XVI no hay dejarse llevar por reflexiones sesudas sobre el papado y la religión no vaya a ser que nos creamos que hablamos de una transcendencia que es sólo un fantasma que persigue a los que viven de creencias. Es casi mejor que nos quedemos con anécdotas, aunque representativas, que nos sirven de bálsamo a nuestro laicismo herido. De entrada digo que no me molesta que venga el Papa y que miles de descerebrados –que lo son por definición los creyentes en lo que sean– le aplaudan y se crean lo que dice. Lo que me molesta es financiar esto, quiera o no quiera, y que me diga este señor con quién debo copular y cómo. ¿Le aconsejo yo acaso a este señor cómo hacerse una paja… vaticana? Recuerdo de niño, cuando iba al colegio de “Santa Susana” de los “hermanos” La Salle, en Ventas (Madrid), que había un retrato de un grupo de gente apretada que decía en el título: “asesinados por las hordas rojas”. Corría entonces los primeros años 60. Nunca entendí porqué unos curas son “padres” y otros “hermanos”: ¡demasiada paternidad para tanto celibato! O lo uno o lo otro. Lo de “hermano” tampoco lo entendía. Ahora tampoco, pero ahora me importa un bledo. Ahora cuando veo a un cura fuera de un púlpito –que tampoco los veo, claro– me escama. Es como ver a un militar con uniforme fuera de un desfile, que pienso: “O es un despistado o está dando un golpe de Estado”. Ahora sabemos que una parte de los curas ejercen y han ejercido de pederastas, pero en mis tiempos era que eran “amables” y “atentos” con los niños. Yo me libré porque era bajito y delgaducho, pero alguno de mis compañeros los tenían breados. Por eso hay que tener cuidado cuando se habla en público, porque “el cristo” que armó el susodicho cuando dijo aquello de que “dejad que los niños se acerquen a mí”, aunque no dudo que lo dijera con buena intención, pero que, pasado el tiempo, puede ser interpretado como apología de la pederastia.
Para que nos calláramos en clase, “los hermanos” nos lanzaban una barritas de madera que lo mismo le daban en un ojo al que estaba 3 filas más allá, al bedel que abría la puerta o al retrato de “los asesinados…”. Luego mejoró la enseñanza, porque ya nos lanzaban pelotas “gorila”, que las regalaban comprando unos zapatos de una marca que no recuerdo. La verdad es que estos “hermanos” fueron pioneros del béisbol, ese deporte que se juega con una pelota dura como el demonio y que se golpea con un madero llamado “bate” que se tira al suelo para inmediatamente salir corriendo el bateador –así se llama el golpeador–. El juego no puede ser más tonto, pero comparado con el críquet es la hostia de emocionante. Yo creo que para eso inventaron el críquet los ingleses, para hacer emocionante por comparación cualquier cosa que le pongas el nombre de juego. Más recuerdos. Recuerdo en el colegio que un compañero de un año mayor que yo –estábamos en cuarto curso del Bachillerato Elemental– llevaba el retrato de la cara de una chica en el pantalón vaquero. “El hermano” Lorenzo le tomó ojeriza por eso y un día le dio un par de alevosos puñetazos. Bueno, lo diré sin tapujos, le dio una paliza. Menos mal que yo ya era ateo porque no quisiera pensar que ese hecho me hubiera convertido. Pero recuerdo que al poco vino el padre de Alfonso y preguntó por el “hermano” Lorenzo para discutir sobre las notas de su hijo. O eso dijo, pero yo creo que era una disculpa, porque el tal “hermano” Lorenzo no apareció por clase en varios días y cuando volvió tenía la cara como una berenjena caducada pisada por una vaca de Astorga. El director del colegio era “el hermano Julián”, que a mí se me hacía que para ser “hermano” era muy mayor. A los supuestamente más avispados de la clase nos daba en horas extras clases de cálculo mercantil, que no parecía una materia propia de un colegio de curas –salvo si el colegio es de jesuitas, claro–, pero él nos decía que “lo de rezar está muy bien, pero que para colocarse lo mejor era estudiar”. Estoy convencido que en el fondo era ateo, pero ya era muy mayor para cambiar de profesión y de jefe.
Anécdotas como esta podría contar muchas, pero contaré una que me llamó la atención sobremanera. Yo era un vicioso del futbol y con tal de jugar media hora en el patio del colegio al noble arte de patear una pelota –ahora se le llama balón– me tragaba una misa diaria para poder pasar de la iglesia al colegio, que estaban contiguos. El cura que daba la misa me veía, claro, y debió pensar que era un devoto y me invitó a ser monaguillo. Yo, entre que era muy cortado y que quería seguir jugando a la pelota, le dije que sí pero como para que me dijera él que no le manifesté que “no creía en esas cosas”. Y no me atreví a decirle que era ateo no fuera que me estrangulara con la casulla. Mi sorpresa fue que el cura o párroco –creo que se dice así– me dijo: “No importa. Tú sólo fíjate en cómo lo hace el otro monaguillo”. De entonces creo que viene lo de la falta de vocaciones. El otro monaguillo –el de la derecha según el cura– es el que trabajaba, porque es el que preparaba el vino, sostenía la casulla, etc. Yo, en realidad, no hacía nada, salvo probar el vino luego en la sacristía: ¡qué bueno estaba el jodio! Era dulce y no como en el que nos echaban en la Casera nuestros padres para las comidas. Los curas te decían que el vino era el cuerpo de Cristo y yo pensaba: “Pues el pobre debía ser un alcohólico tremendo”. Y es que a mí lo de ese señor en la cruz me daba lástima, lo digo sin ironía. Y si a eso le añadimos que “la hostia” que se comen los fieles es el cuerpo de ese señor según los católicos, no quiero ni pensar cómo debe tener el body el pobre, esté donde esté. Lo que quedó claro es que el cura que daba la misa era lo que se llama ahora “un profesional” y un adelantado a la futura Constitución, porque no discriminaba a sus empleados –los monaguillos– por cuestiones religiosas, aunque sí lo hacía por cuestiones de sexo. Pero eso es porque así se lo mandan sus jefes en Roma, no hay que pensar mal siempre.
Hicimos el camino de Santiago para ganar “el jacobeo” algunos alumnos y algunos “hermanos”. Pero, quizá como venían también algunos padres… biológicos, no pasó nada raro. Yo entonces era tan inocente que hasta me sonaba mal mezclar cosas religiosas y el verbo “ganar”, pero dejó de parecerme raro cuando descubrí qué era un “ecónomo”. Cuento lo del “jacobeo” porque entonces aprendí los efectos etílicos del alcohol, porque el “hermano” Lorenzo –el de la paliza al compañero– se le puso la nariz de un colorado que parecía que se hubiera tragado un pimiento rojo y hubiera hecho la digestión con la nariz. Él, para disimular, decía que tenía alergia a las algas. Yo estuve a punto de preguntarle, sin mala intención, que si no sería al vino, pero menos mal que me retuve, porque con la mala leche que tenía no sé qué hubiera pasado. Yo probé el ribeiro –ese era el nombre del vino–, pero me dije para mis adentros: “Está bueno, pero prefiero el de la sacristía, que además es gratis”. De seglar y hoy día, el tal “hermano” Lorenzo hubiera sido borracho y camorrista, pero nació a destiempo, está claro, para nuestra desgracia. Yo, aunque he sido siempre ateo, era muy respetuoso con los demás y, por ejemplo, en el Vía Crucis que nos hacían pasar por el mes de las flores lo pasaba muy mal porque en la tercera caída nos caíamos…pero era de risa. Creo que se debía a que primero recitábamos lo de las letanías y los “ora pro novis” y aquello nos predisponía para el absurdo. Cuando acabé el Bachillerato Elemental pasé al colegio Fundación Caldeiro y aquello fue un duro golpe para mi vocación futbolera porque allí se jugaba al baloncesto y con mis 1,50 metros de entonces metros me dije: “O me bajan la canasta o me van a dejar a dejar para dar sombra al botijo”. Y allí se abortó mi vida deportiva. Ha sido mi primer y único aborto, lo juro. A lo mejor con ello me voy al Infierno, pero por favor, que no me encuentre allí de nuevo con “el hermano” Lorenzo.
Y pensar que la culpa de todo esto la tiene un caballo, porque si el equino que montaba Pablo de Tarso (San Pablo para los cristianos) no le hubiera tirado al suelo y no hubiera “visto la luz”, no existiría la religión católica, ni Papas, ni Rouco Varela. Sí, porque fue este centurión romano reconvertido el que le hizo el marketing y publicidad a los apóstoles y demás. Bueno, más aún, se inventó la religión cristiana. Luego Agustín de Hipona y Tomás de Aquino remataron la faena. Este Pablo digo yo que era anormal, porque yo también me he caído y me he dado en la cabeza, y recuerdo que de chico me abrieron la testa de una pedrada en una drea, vi algunas “chirivitas”, pero lo que hice fue ir a que me curaran. Desde lo de San Pablo los caballos de carreras tienen una enorme responsabilidad porque, como tiren alguno al suelo al jinete, lo mismo te funda una nueva religión en un abrir y cerrar de ojos, y como ya hay pocas. Pablo de Tarso escribió terribles epístolas, entre ellas la de los “Efesios”, que nosotros entendíamos como “a los adefesios”, porque nos parecía más propio de religiosos. Ahora ya no, porque lo debe cubrir Sanidad y además ya no es un adjetivo constitucional ni apropiado. Podría ser que lo del caballo fuera un mito, pero al menos es divertido, porque lo de la Santísima Trinidad y lo de la resurrección de la carne, no es que sea un mito, es que es la cosa más aburrida que se ha inventado. Por cierto, yo de chico me hacía una pregunta con lo de la resurrección de la carne que ningún teólogo ha aclarado –tengo entendido–: “¿Resucitar con la misma carne, pero de qué edad?”. Porque yo veía a mi abuela que estaba hecha una pasa y me decía: “Como la resuciten con esa carne se vuelve a morir de pena la pobre”. Lo que le ponía a los curas en un brete y algo acalorados era cuando te explicaban lo de la virginidad de María, porque no te explicaban previamente qué era eso de la virginidad, sea la de María o la de una chica de Móstoles. Ellos decían que es que no había “conocido varón”, y tu te preguntabas que si es que no salía de casa o es que en su familia y conocidos todos eran hembras. Esta parte los curas te la contaban deprisa para que no hicieras preguntas embarazosas (nunca mejor dicho). Cuando ya entendí lo de la virginidad me contaron lo del cristal y lo de la paloma y ya no entendí nada, pero no preguntaba nada para no darme por ignorante y así se me hacía que lo había sabido desde el feto. Y me preguntaba que el marrón que tuvo que pasar José, el marido de María, debió ser de órdago porque entonces no había un Pablo de Tarso o un Agustín de Hipona que le explicaran estas cosas. Ni siquiera, rebajando el nivel, un Rouco Varela, aunque si María le viera la cara a este tipo hubiera vuelto a la virginidad incluso después del parto.
Pero la cosa más terrible era lo del Infierno, con mayúscula, por dos cosas: por el achicharramiento perpetuo y por lo injusto. Sólo a una mente de perversidad extrema se le puede ocurrir como castigo que te estés quemando a lo vivo para toda la eternidad. Y lo de injusto, no digamos. Por ejemplo, tu puedes ser santo y casto toda la vida, pero según la católica-vaticana religión si un día falleces en un “ahora ponte así que no tardo” sexual con una vecina que coincida que no es tu mujer, te vas a la quemadura perpetua; en cambio, tu puedes ser un asesino como Hitler, Franco, Stalin, el Papa Borgia, Jack el Destripador o el estrangulador de Boston, que si te arrepientes poco antes de deslizarte al valle Josefá te llevan de inmediato y ad aeternitas con el del triángulo y el ojo embutido en dicho espacio euclídeo. Y allí te encontrarás con monjas de clausura despistadas que no cataron clítoris propio o ajeno, con Teresa de Calcuta, con algún franciscano de hábito raído y con toda la caterva de asesinos arrepentidos de último instante. Conclusión: en el pos-morten te espera o la quema o el aburrimiento. Menudo panorama. No es de extrañar que los obispos sean tipos tan gordos y longevos. Cuando me enseñaban los curas –en mi caso “los hermanos”– todo esto yo debía poner cara de paisaje de Zuloaga, porque a continuación me preguntaba “el hermano” si es que no tenía los “Nuevos Testamentos” en casa, y yo le decía que sí, que incluso los tenía ya viejos y estropeados de tanto leerlos. Yo lo decía sin ironía, pero “el hermano” –en este caso no recuerdo su nombre– me miraba con la misma cara de mala leche que es de imaginar debe poner Rouco Varela si le pides que te perdone por practicar de forma irrefrenable un “cunnilingus” con la misma vecina de antes (o con otra, claro).
En fin, para acabar y como moraleja, lo de la intromisión de los curas en la enseñanza es un cáncer que parece incurable. Recuerdo que hace tan sólo unos cinco años le pregunté a mi sobrino si su colegio era de enseñanza pública o concertada –yo sabía que privada no era– y me contestó: “Ni lo uno ni lo otro: es de curas”. En esto nada ha cambiado y ya toca. Por eso, que venga el Papa no importa, lo que importa es que los curas no estén con los niños, y menos en la enseñanza. Y quien dice curas, también las monjas, no vamos a discriminar.