La toma de decisiones políticas en la gestión pública exige que estas sean aplicadas una vez que hayan sido rigurosamente evaluados los riesgos y beneficios que su implementación puede entrañar; sobre todo, cuando afectan a la ciudadanía en su conjunto y a cuestiones tan relevantes como la salud de la población.
Como consecuencia de recientes acontecimientos que han causado hondo impacto socioeconómico, con repercusión internacional global, se viene asociando en el pensamiento intelectual, científico y jurídico, la responsabilidad judicial en que pueden incurrir los sujetos, o entidades, que llevan a cabo actuaciones que repercuten peyorativamente en el bien común, sean estas tanto de dominio exclusivamente privado como las que se efectúan en el ámbito, y con el erario, de lo público.
En ese sentido, el término anglosajón “accountability” viene a expresar, entre otras cosas, la responsabilidad en la que incurren aquellos que tienen poder sobre las vidas de las personas. Se trata, en definitiva, de rendir cuentas por las decisiones y acciones de la gestión pública. Existe amplia bibliografía tanto internacional como nacional acerca de este asunto. Al mismo tiempo, en la literatura médica se ha asociado el principio de accountability al de primun non nocere.
Tal como hemos expresado en publicaciones previas, el principio de primun non nocere -no hacer mal, no hacer daño- está vinculado al de No maleficencia. De los cuatro principios de obligado cumplimiento que establece la moderna bioética es éste, la No maleficencia, el único del que se pueden derivar responsabilidades judiciales.
Pues bien, la Asamblea de Madrid ha aprobado un cambio del modelo de salud público, en el que está previsto privatizar una parte sustancial del mismo, con el propósito de mejorar su eficiencia y, al mismo tiempo, disminuir el coste sanitario. Y lo han hecho sin que los responsables de tal decisión hayan aportado datos convincentes de que con ello mejoren las prestaciones sanitarias al conjunto de la sociedad y de que se consiga un ahorro económico con tal medida. Incluso aún más arbitrario, preguntado el Consejero de Sanidad en un medio de difusión acerca de esa cuestión reconoció que no podía aportar pruebas de que así fuese y que se vería una vez puesto en marcha el proyecto. Y lo han aprobado, en medio de una contestación y repulsa de considerables dimensiones de los usuarios sanitarios, así como de los organismos profesionales, científicos, corporativos y de la sociedad en su conjunto. Y lo han hecho, mientras que alguno de los diputados que han aprobado un cambio de tal envergadura y riesgo, estaban enfrascados, con absoluta frivolidad, en juegos de ocio a través de sus correspondientes ordenadores.
Sin embargo, existen datos contrastados en nuestro país de que la gestión privada de la sanidad pública no sólo no es más barata que la pública sino que ha sido necesario inyectar sumas considerables de dinero del erario público, del contribuyente, para conseguir mantener, o aumentar, los beneficios de los accionistas de las empresas privadas del sector.
De igual modo, existen datos contrastados de que la sanidad pública española está situada desde hace años entre la tercera y séptima mejor del mundo. Aún más, que es una de las más eficientes del planeta porque la eficiencia productiva de un sistema es aquella en la que se obtiene el máximo producto utilizando los mínimos recursos posibles; tal como ocurre en la sanidad pública de España. Así mismo, existen datos contrastados de que al disminuir el presupuesto sanitario empeora la calidad asistencial y aumenta la mortalidad.
Ahora bien, cuando se habla de datos contrastados es preciso hacer hincapié en que existen parámetros e indicadores sanitarios internacionalmente aceptados que permiten evaluar la rentabilidad, eficiencia y calidad de un sistema.
Estamos, pues, ante una situación comprometida porque si lo anteriormente expuesto puede ser verificable sería obligado preguntarse por qué cambiar algo que ha probado su eficiencia, calidad y equidad por un Plan de, al menos, dudoso rigor conceptual, en el que se pretende privatizar una parte considerable de la sanidad madrileña.
Una situación, además, en la que en el caso de que una vez puesto en marcha el Plan de medidas aprobado por la Asamblea de Madrid los citados indicadores sanitarios demostrasen un empeoramiento de los mismos, incluido el índice de mortalidad, estaríamos ante una conculcación del principio de No maleficencia y, por asociación, sería preciso exigir responsabilidades y rendición de cuentas a aquellos que lo han implementado.
Y esa rendición de cuentas no debería sustanciarse con una evanescente responsabilidad política, sino que debería explorarse la responsabilidad judicial. El Código Penal sanciona las conductas de aquellas autoridades que, con ánimo de lucro personal o ajeno, y con grave perjuicio para la causa pública, dieran una aplicación privada a bienes pertenecientes a cualquier administración, máxime si faltan a la verdad en la narración de los hechos que motivan su decisión (delitos de malversación y falsificación de documentos públicos).
Circunstancias, en su conjunto, nada deseables porque, ante todo, deben prevalecer la cordura y el objetivo del bien común. Hemos ya señalado en otras publicaciones, que es preciso evolucionar desde una ética que persigue los medios, ética estratégica, a una ética de los fines, ética de la responsabilidad. Y la responsabilidad obliga a establecer un consenso sobre la sanidad a través de una deliberación entre los representantes de los trabajadores sanitarios, las fuerzas políticas, los sindicatos, las sociedades científicas y en la que no puede faltar la propia ciudadanía; los entes sociales. Una negociación ponderada que pueda permitir la sostenibilidad de un modelo que ha demostrado con creces su bondad, equidad y eficacia.
Lorenzo Fernández Fau | Ex Jefe de Servicio de Cirugía Torácica del Hospital Universitario de la Princesa
Javier Ledesma Bartret | Presidente de la Asociación de Abogados Demócratas por Europa (ADADE)