jueves. 25.04.2024

Ratzinger inculca intransigencia

Es harto sintomático que en el primer encuentro con jóvenes católicos en Madrid, Benedicto XVI haya arremetido contra quienes, creyéndose dioses y sin más raíces que ellos mismos, desearían decidir lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o quién puede ser sacrificado en aras de otras preferencias, sin rumbo fijo, al azar, dejándose llevar por el impulso de cada

Es harto sintomático que en el primer encuentro con jóvenes católicos en Madrid, Benedicto XVI haya arremetido contra quienes, creyéndose dioses y sin más raíces que ellos mismos, desearían decidir lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o quién puede ser sacrificado en aras de otras preferencias, sin rumbo fijo, al azar, dejándose llevar por el impulso de cada momento.

El asunto no es baladí, pues, siguiendo una vieja tradición, muy bien expresada en el Decálogo del Sinaí, el ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe ha tratado antes que nada de reafirmar un principio fundamental de la religión católica, que es la autoridad de la fe y la fe en la autoridad eclesiástica.

Como recordaremos, los tres primeros preceptos de la ley mosaica se refieren al Creador (amar a Dios; no usar su nombre en vano; santificar sus fiestas), pues, sin su autoridad, los restantes mandamientos no dejan de ser normas civiles de convivencia, humanas cuestiones de derecho, que corresponden al orden mundano, a las que la invocación a Dios otorga un sentido trascendente al situarlas en el terreno de la salvación o la condenación del alma. Ya no son asuntos del orden de este mundo, de esta vida, que puedan ser decididos por personas corrientes, sino del otro mundo, de la otra vida, más plena y perfecta en la eterna presencia de Dios, que la efímera y, según la Iglesia, miserable vida terrenal, que sólo encuentra sentido -el rumbo, el camino- en la adoración y obediencia de Dios, fuera de las cuales sólo existen tinieblas y extravío.

En su alocución, B-16 ha reafirmado, sin citarlo, el principio que inspiró, en el año 2000, la declaración Dominus Iesus firmada por Juan Pablo II, donde se reafirmaba la vieja doctrina de que fuera de la Iglesia no hay salvación, al señalar a la Iglesia católica como la portadora de la única religión verdadera.

El diálogo con otras religiones, aun con las monoteístas surgidas de la misma fuente (el Antiguo Testamento), y desde luego con los no creyentes, quedaría sometido a aceptar esa condición fundamental de no hablar en términos de igualdad, al oponer, por un lado, simples opiniones por muy fundadas que estuvieren en creencias religiosas sinceras o en valores y ciencias humanas, y por otro, la de quienes son, por propia definición, los únicos depositarios de la palabra y de la voluntad de Dios. En este contexto cobran plena vigencia las, citadas por Benedicto, como otras preferencias, a las que adjudica falta de raíces y califica de volubles y de actuar por impulsos.

Al afirmar que no hay más preferencias legítimas que las que reconoce la Iglesia, Ratzinger inculca intransigencia en la actitud de los jóvenes católicos, al llevarles la idea de que son portadores de una norma superior, de la única verdad sobre el mundo, sobre la vida, y, por tanto, de que la buena o mala marcha del mundo depende de la propagación de esta idea.

El teólogo Benedicto XVI ha llamado a los jóvenes a hacer oídos sordos a discursos que la Iglesia entiende como competencia desleal y a rechazar el relativismo reafirmando su fe y obedeciendo a la jerarquía, y, sobre todo, al Papa, que es la máxima autoridad. Cuenta a su favor con la remota posibilidad de que, en estos días, Dios se manifieste de modo solemne para llevarle públicamente la contraria, pues es sabido que el Creador está en otras cosas desde hace siglos.

Ratzinger inculca intransigencia
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