jueves. 18.04.2024

Para pasar página es menester haberla leído

NUEVATRIBUNA.ES - 19.7.2010A lo largo de su historia, los alemanes han pasado por periodos críticos en los que ha peligrado no sólo su supervivencia sino la de sus vecinos. No viene ahora a cuento enumerarlos porque, sin duda alguna, todos somos conscientes de que sus peores años correspondieron a los de la dictadura hitleriana.
NUEVATRIBUNA.ES - 19.7.2010

A lo largo de su historia, los alemanes han pasado por periodos críticos en los que ha peligrado no sólo su supervivencia sino la de sus vecinos. No viene ahora a cuento enumerarlos porque, sin duda alguna, todos somos conscientes de que sus peores años correspondieron a los de la dictadura hitleriana. Durante doce años Alemania vivió una locura a la que no fue ajena el pueblo, pues como bien dice Frederic Rossif en uno de los mejores documentales que se han hecho sobre la barbarie nazi, para que las órdenes del alto mando alemán fuesen cumplidas necesitaban de la complicidad de los mandos medios, telegrafistas, empleados de correos, abogados, profesores, ferroviarios, funcionarios de los ministerios, obreros de las fábricas de armas, empresarios, ingenieros, médicos, policías, de tantas y tantas personas que es difícil responsabilizar de aquella carnicería sólo a los que ocupaban el Reichtag. Alemania, por diversos factores, enloqueció de megalomanía, demostrando al mundo como un país culto, en teoría civilizado y desarrollado, puede ser capaz de cometer las mayores fechorías. Sin embargo, acabada la guerra, Alemania hizo examen de conciencia y asistió horrorizada a los resultados de su demencia, pidió perdón y se rehízo sobre las ruinas y los escombros después de reconocer angustiada su culpabilidad histórica. No todos los alemanes que colaboraron con el nazismo fueron a la cárcel, habrían hecho falta de nuevo inmensos campos de concentración, pero en Nuremberg, con todos los peros que se le quiera poner, se condenó al nazismo y a sus principales dirigentes vivos.

Nada de eso ocurrió en España, donde los fascistas, apoyados por Alemania, Gran Bretaña, El Vaticano y Estados Unidos, ganaron la guerra y convirtieron al país durante décadas en un inmenso campo de concentración, en una nación muda, atrasada, aterrorizada y acostumbrada a decir que sí a todo. Durante el primer tercio del siglo XX, pese al nefasto reinado de Alfonso XIII, España intentaba coger el rumbo de otros países europeos. La España vital antimonárquica, criada en los faldones de la Institución Libre de Enseñanza, la Junta de Ampliación de Estudios, la Liga para la Educación política, las Casas del Pueblo, los círculos republicanos, la revista España, los periódicos El Sol, La Voz, La Libertad, La Publicitat, El Heraldo, había parido varias generaciones comprometidas, conocedoras de los problemas seculares que nos estrangulaban y dispuestas a tomar las riendas de los asuntos públicos. Esas generaciones no cabían en el estrecho sistema político creado por Cánovas del Castillo, un sistema que basado en el caciquismo garantizaba el turno en el poder de dos partidos podridos en los que se refugiaba la oligarquía plutocrática del país. Crecieron contra el régimen y tras la dictadura de Primo de Rivera llegaron al poder un 14 de abril de 1931 con un programa eminentemente regeneracionista y reformista. Todos se sacrificaron, todos cedieron y durante dos años y medio –Abril de 1931 a noviembre de 1933- construyeron muchas más escuelas que Alfonso XII y Alfonso XIII juntos en cincuenta años. Sin embargo, aquel proyecto ilusionante y esperanzador nació con las alas cargadas de plomo: A la grave situación económica mundial derivada de la quiebra de 1929 había que añadir la intransigencia, mezquindad y crueldad insaciable de quienes habían detentado el poder político y el real desde siglos, gentes menudas, pacatas y cerriles que habían decidido la muerte de la República aún antes de que esta fuese una realidad. Después vino la guerra. España se enfrentó en solitario al nazi-fascismo mundial mientras las democracias miraban a otro lado o ayudaban descaradamente a los fascistas, como fue el caso de Gran Bretaña.

Muchos republicanos españoles siguieron combatiendo contra los nazis en los campos de batalla de toda Europa, siendo los primeros en liberar París. En sus corazones albergaban la esperanza, como tantos y tantos exiliados de dentro y de fuera, de que los aliados jamás dejarían, tras la victoria, a Franco en el poder. Un solo estornudo de Gran Bretaña o Estados Unidos habría servido en 1945 para que la dictadura española desapareciese, pero nadie estornudó, nadie movió un dedo, todo lo contrario, la guerra fría se cocinó en los fogones de Churchill y para ese nuevo escenario venía mucho mejor una dictadura criminal pero sumisa a los vencedores, que un régimen democrático verdadero. Nos apartaron de la Historia durante cuarenta años de crímenes. Regresados a la democracia en 1977, hace 33 años, nadie fue capaz de contar y sancionar las atrocidades fascistas, de modo que hoy la mayoría de los ciudadanos de este país desconocen completamente qué ocurrió durante ese terrorífico periodo y los franquistas siguen disfrutando de sus botines de guerra instalados cómodamente en los centros donde de verdad está el poder político y económico.

A modo de ejemplo, hablaremos un poco de la vida de Enrique Fajardo, más conocido por Fabián Vidal, de quien hoy apenas sabemos nada. Nacido en Granada en 1883, Enrique Fajardo comenzó a trabajar a los quince años en diversos periódicos provinciales. Trasladado a Madrid, escribe para diversos medios sobre la guerra de Marruecos, llegándole el éxito en 1919 cuando el gobierno francés le concedió la Legión de Honor por sus crónicas aliadófilas sobre la Primera Guerra Mundial. Desde 1920 a 1936 fue director de La Voz, un periódico que bajo su mandato llegó a ser el de más tirada de España. Fabián Vidal, como se le conoció desde que con eses nombre comenzó a firmar sus crónicas de guerra, era un periodista de enorme prestigio, un hombre querido y admirado por todos aquellos que ansiaban ver realizado el sueño republicano, que no era otro que el sueño democrático. No cometió ningún delito, sólo utilizar la pluma para decir lo que pensaba. Al acabar la guerra fue condenado y se exilió en México, dónde supo del fusilamiento de uno de sus hijos y de su hermano. Siguió escribiendo para los mejores periódicos del mundo, y sus crónicas sobre la Segunda Guerra Mundial recibieron elogios de los más destacados periodistas y escritores. Esperó, como tantos exiliados, el final liberador de la Segunda Guerra Mundial, dando con el dedo en la mesa: Este año volvemos. Terminó la guerra, vinieron las conferencias de Yalta, San Francisco y Postdam. Quiso soñar con su regreso y el de la democracia, hasta que un día el sueño se convirtió en pesadilla. En 1948, en plena guerra fría, levantadas las sanciones al régimen fascista español, no había lugar para la esperanza. Se despertó temprano, desayunó y se fumó un cigarro, lentamente, mirando los tejados de la capital azteca. Como cualquier otro día, se sentó en el escritorio y comenzó a escribir. Lo dejó y salió a la calle. Encontró a un repartidor de cartas y le dijo que cuando pasase una hora entregase una carta a Carlos Esplá, su mejor amigo. Dentro de ella iba otra para Indalecio Prieto. Regresó a su casa y sin pensarlo dos veces se tiró por la ventana del séptimo piso.

En la carta, escrita con una caligrafía casi ilegible, con caracteres muy grandes, Fabián Vidal decía a Esplá que todo estaba perdido, que nunca volvería a ver la democracia, que jamás podría hablar con su familia. Le pedía comprensión con un enorme y sentido abrazo de despedida.

Fabián Vidal, de no haber irrumpido la bestialidad fascista, habría seguido siendo uno de los mejores periodistas de España, un hombre bueno, un magnífico escritor. Resistió mientras tuvo un aliento de esperanza, y se fue cuando esta se esfumó definitivamente gracias al apoyo de Estados Unidos a Franco. La vida de Fabián Vidal se truncó en 1948, como la vida de España, por eso cuando dicen que ya está bien de mirar al pasado, que hay que pasar página a uno no se le ocurre otra cosa que eso, que para pasar página hay que haber leído la anterior.

Pedro L. Angosto

Para pasar página es menester haberla leído
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