miércoles. 24.04.2024

Nuevos tiempos, viejos intereses

La conversión universal al capitalismo (que ha provocado un mayúsculo “Efecto dominó” en el mapamundi geoestratégico) es una especie de vacuna general contra los anacronismos de la Guerra Fría y de una época en la que la búsqueda del quimérico Bien común enfrentó a un Pacto (de Varsovia) con una Alianza (Atlántica).

La conversión universal al capitalismo (que ha provocado un mayúsculo “Efecto dominó” en el mapamundi geoestratégico) es una especie de vacuna general contra los anacronismos de la Guerra Fría y de una época en la que la búsqueda del quimérico Bien común enfrentó a un Pacto (de Varsovia) con una Alianza (Atlántica). Un conflicto en el que los dos “bloques” contendientes jugaron todo lo sucio que pudieron: “cum finis est licitus, etiam media sunt licita”. Si el fin es lícito, los medios para conseguirlo también lo son.

La frase la escribió, a mediados del diecisiete (con el auge del liberalismo burgués, en los albores de la revolución industrial), el jesuita Hermann Busenbaum y según sus apologetas fue tergiversada tendenciosamente: el teólogo alemán no quiso decir exactamente lo que dijo. En realidad eso viene a ser lo de menos. Busenbaum, o los que le malinterpretaron, acertaron describiendo lo que ha pasado y pasa entre los aborígenes del planeta Tierra.

Visto nuestro delirante discurrir histórico (sólo un homo sapiens es capaz de idear campos de concentración y sofisticadas armas de exterminio para su propia especie), es comprensible que las injusticias acaben siendo justas cuando se supone que apadrinan loables metas. Aunque la idea no se pueda “oficializar” es una práctica habitual (y universal) que previene de “males mayores”.

La proliferación de siniestras tiranías en el continente sudamericano (a lo largo de los años setenta) atajó el peligro epidemiológico del comunismo internacionalista. Se evitó una hipotética pandemia revolucionaria inoculando (manu militari) a millones de seres humanos un retrovirus golpista (y pro-occidental) que fue democratizado en la siguiente década. Cuando agonizaba el comunismo espurio “realmente existente”.

Aquel deseado (y pacífico) proceso liberalizador demostró que si los fines del golpista son justos y se deja jubilar, tiene muchas posibilidades de conservar privilegios y prebendas. La democracia Chilena, por ejemplo, vio morir (a los 91 años de edad) en el Hospital Militar de Santiago a un cruel dictador (Augusto Pinochet) que dejaba a su familia una fortuna en refugios paradisíacos (cuentas secretas).

Fue una humillante lección histórica sobre la impunidad. Como las que dieron el tunecino Ben Alí o el rais Mubarak hasta que la furia purificadora del pueblo quemó sus planes dinásticos. Todos los síntomas indican que la terapia regeneradora ha llegado al mundo musulmán y sus fines y sus métodos se nos antojan impecables: legítimos.

La modernidad tardía

El inmenso geoespacio que se extiende desde Mauritania a Irán (cuyos tres denominadores comunes son el Islam, su pasado colonial, y el petróleo) se ha conservado en la autocracia medieval desde tiempos inmemoriales. Este prodigioso (y faraónico) embalsamamiento (más propio de la museística y de los parques temáticos) se ha perpetrado para proteger los intereses y el confort del mundo desarrollado. Los hidrocarburos son el plasma que corre por las arterias productivas del progreso.

Personajes como el saudí Abdullah (que maneja a su antojo un reino feudal), el oligarca progresista Ben Alí (su partido, el PCD, pertenecía a la Internacional Socialista y él, sorprendentemente, cuando huyó de su país buscó refugio en Arabia Saudita, entre sus diabólicos rivales), Mubarak, amigo de los enemigos de los palestinos y verdugo de su pueblo, o Gadafi, un astuto veterano que incluso jugó a ser el Che Gevara del panarabismo, han cerrado acuerdos y negocios (públicos y secretos, blancos y negros) con Oriente y Occidente durante décadas (hasta días antes de que se desencadenase el tsunami revolucionario).

Todos ellos interpretaron, con ardor guerrero, el papel de implacables guardianes de los privilegios y del combustible que devoramos en occidente (un viejo guion que ya interpretaron sus predecesores). Las fuentes energéticas son sagradas (y escasean), sin ellas Twitter y Facebook se extinguirían y la aldea global volvería a ser rural.

Barak Obama, días antes de que las revueltas populares derrocasen a Mubarak (11-2-2011), envió a Egipto a Frank Wisner, un diplomático lobbysta vinculado con los poderes económico-militares del país, amigo personal del dictador de facto (no de iure)  y con un currículum de intrigante que sólo lo superaría su propio padre, Frank Gardiner Wisner.

Durante su visita al país de las pirámides los bancos volvieron a operar (sólo unas horas) y hubo una fuga masiva de capitales (que completó la de días precedentes). Luego empezaron a arder archivos a diestro y siniestro, y entre ellos, los de la Agencia Central de Contabilidad y los de la Oficina Antifraude. La tradicional limpieza de pruebas incriminatorias que los medios de comunicación citan de pasada (y no siempre).

El mismo día que Mubarak comprendía que le había llegado su hora, el presidente norteamericano apoyó (públicamente) las movilizaciones del pueblo egipcio y se comprometió a respaldar su justa causa. Una imagen “restauradora” que aproximaba la política exterior norteamericana a los musulmanes.

Tal vez sea éste el giro al que aludió el presidente de EE.UU. en su famoso discurso de El Cairo: “…He venido para buscar una nueva relación entre Estados Unidos y los musulmanes del mundo, basada en el interés y respeto mutuos, basada en la verdad de que América y el Islam no se excluyen y no necesitan mantener una rivalidad…” (4 de junio de 2009). No hace ni dos años que hizo esa visita y que pronunció estas proféticas palabras. Todo está ocurriendo muy deprisa.

Cuando la miseria y las infamias justifican el malestar (social) se puede liberar a los esclavos para esclavizarlos en el mercado de trabajo (ya lo hicieron los yanquis con la mano de obra que explotaban los sudistas negreros). Los jóvenes y los ciudadanos que ahora se sublevan contra las tiranías, cuentan con el beneplácito norteamericano y, salvo sonadas excepciones, con el visto bueno de la comunidad internacional (esta vez, los malos de la película se están quedando solos).

A Mubarak (y a todos los que corran su mismo destino) lo derrocaron su ferocidad, la miseria, la corrupción y el odio que engendró su tiranía, pero cuando el clamor popular alcanzó el objetivo principal (“que se vaya...”) la cita colectiva con la libertad fue cancelada (pacíficamente) por el ejército.

La disolución del parlamento, la formación de un gobierno (de unidad nacional), la derogación de la Ley de Emergencia (vigente desde que Mubarak se hizo con el poder), la detención y castigo de los corruptos que chalaneaban con el dictador, la redacción de una nueva constitución, la convocatoria de elecciones…, son cosas que llevan tiempo y no se pueden abordar desde una plaza pública.

Había llegado el momento de “negociar” (a puerta cerrada) la renovación del Estado con las fuerzas vivas del país y con los interlocutores de los intereses internacionales. La ola liberadora llegó a El Cairo y llama a las puertas de la sede de la Liga Árabe. Por las buenas o por las malas (tarde o temprano), parece seguro que los regímenes autocráticos del Magreb van a transmutarse en democracias parlamentarias.

Mohamed VI (en Marruecos) y Ali Abdalá Saleh (en Yemen) ya han sacado al mercado informativo sus primeras ofertas. Abdalá (al que solo Gadafi le arrebata el privilegio de ser el líder-guía más imperecedero de los países árabes) lo tiene peor que nuestro vecino alauita (los yemeníes también quieren que Abadalá “se vaya”). Y seguramente no le quedará más remedio. Si esto sigue así, habrá overbooking de dictadores buscando dónde desterrarse.

Hasta el Dalai Lama (infectado por el virus democratizador) renuncia a sus privilegios políticos para que los ciudadanos del Tíbet elijan a su propio Guía-representante (10/03/011). La imagen internacional que China y Rusia están dando, negándose con su veto en la ONU a liberar a los libios de Gadafi, es arcaica y deplorable (los retrata como adictos a los negocios y alérgicos a las libertades).

Si el Medio Oriente se democratiza es posible que se enfríe la guerra caliente que Israel mantiene en sus fronteras (los palestinos, los saharauis, y todos los grupos y minorías que no deberían convertirse en cánceres de las nuevas democracias, tendrán que negociar bajo mínimos). El hechizo del progreso lleva a olvidar las injusticias: la paz y el Bien común deberían ser innegociables.

Con cuatro parrafadas se podría resumir la intervención del Laborista Shimon Peres (presidente del Estado de Israel) en Los Desayunos de TVE (21/02/011):

La primera, cuando se refirió a su “socio” y amigo Hosni Mubarak: "Lo que digo a favor de Mubarak es que en 30 años ha mantenido la paz. Si hubiera gobernado otra persona, habríamos tenido una guerra. Cometió errores pero debo ser justo. No es fácil gobernar un Egipto que ha crecido enormemente" (le agradeció los servicios prestados y excusó sus salvajadas).

La segunda, sobre las revueltas que están conmocionando a sus vecinos árabes: “Muchos pueblos están dispuestos a sacrificar su vida para ser libres. Yo creo que no hay futuro para los dictadores, ni para la violencia ni para el odio. En el pasado cada país era un barco independiente que podía navegar solo, pero hoy estamos todos en el mismo barco" (Peres confirmó la sumisión irrefutable a la vorágine global).

La tercera, desdiciendo sus propias opiniones públicas sobre el Islam: "No creo que el Islam esté en contra de la democracia pero algunos musulmanes se han transformado en antidemocráticos, en fanáticos, en monarcas autoritarios que no van a abandonar el poder. No puede haber democracia si discriminas a la mujer" (el progresista israelí antes consideraba al Islam incompatible con la democracia).

Y la cuarta, sobre el inacabable conflicto con los palestinos: "Creo que estos movimientos de protestas en el mundo árabe pueden tener un efecto positivo en el proceso de paz. Ya estamos hablando de una solución de dos estados para dos pueblos. Dos estados democráticos basados en la ciencia. Será una gran transformación para los palestinos" (su etnocentrismo, el tono de superioridad que rezuma su mensaje, resulta inquietante).

Shimon Peres también defendió, ante las cámaras de televisión, el secretismo de las negociaciones para ocultar información a sus súbditos (pero con un buen fin: con vistas a que se consiga el acuerdo deseado). Dijo que tenían que ser secretas "para que el pueblo no pregunte por qué das tanto". Este es el abismo que suele separar a los que negocian de los que pasan hambre.

Con un vuelco geoestratégico de tales proporciones (y otro plan Marshall ad hoc) es posible que hasta el integrismo y el yihadismo se desactivasen (Bin Laden guarda un discretísimo silencio y el anti-occidentalismo ha brillado por su ausencia en las sublevaciones populares). El ocaso de los fanatismos viene de la mano de su escasa o nula notoriedad social y de la falta de financiación (los orígenes y la propagación del virus talibán están estrechamente relacionados con estos dos factores).

En esta dinámica y compleja mudanza revolucionaria, tal vez sea Turquía la que esté señalándonos el camino (ese “Nuevo Amanecer” que no acaba de brillar en Iraq). Abdullah Gül (un político musulmán y democrático) gobierna un país que es la sexta economía de Europa (va justo después de España en el ranking) y la decimosexta del mundo. El año pasado (2010) su P.I.B. creció un 8% con la inflación al 4% y una tasa de desempleo del 11,9%. Cifras más que prometedoras para el negocio planetario Por eso Turquía es candidata a integrarse en la transmodernidad que representa la UE.

Nuevos tiempos, viejos intereses

A la macroeconomía global le fascinan los nuevos mercados y le sobran los viejos y viciados dictadores (la Cruzada del siglo XXI es decididamente emprendedora y mercantil). Todos comprendemos y respaldamos el cambio que merecen los pueblos oprimidos, una trasformación (tutelada por militares,  fuerzas financieras…) que legitimará sus libertades y los hará comercialmente apetecibles.

Los mercados, antes de que se desmoronase el muro berlinés, ya convergían en la globalidad. Una apología (promocional) que simboliza la libertad sin limitaciones (comerciales), el bienestar, el consumo, la productividad, la riqueza, la modernidad (los valores que derrotaron al enemigo comunista).

Unos codiciados y plausibles objetivos que favorecen (en la práctica diaria) el adelgazamiento de los estados, la competencia abusiva, la pérdida de derechos (salariales, laborales, asistenciales…), el distanciamiento abisal de los representantes de sus representados, el monopolio y la falta de controles públicos que debilita y caricaturiza la propia idea de democracia (que es lo que se vende).

La globalidad, además de contagiarnos la recesión (son sorprendentes las analogías entre el pinchazo de la reciente burbuja financiera y sus consecuencias para con las deudas soberanas de los países endeudados que pierden precisamente eso, soberanía, al ritmo que dictan los mercados, y la crisis de deuda pública y privada que tras la inundación de petrodólares en los años setenta -gracias al estrangulamiento de la producción y la subida salvaje del precio del barril promovidas por el cártel de países con reservas de crudo y por las distribuidoras occidentales del mismo- que llevó a la quiebra a los estados sudamericanos en la década de los ochenta, “la década perdida”, y que posibilitó “su democratización” tutelada), está implantando el mercantilismo (monopolista) sin fronteras

Los viejos intereses se cuelan en los nuevos tiempos. Cuatro puntos cardinales que pueden situarnos en el escenario macroeconómico que explica y determina nuestro presente microeconómico (el día a día al que nos enfrentamos).

Norte. En 2004 se estimaba que 200 grandes corporaciones transnacionales controlaban el 30 por ciento de la economía mundial (esa proporción se aproximaría en la actualidad al cuarenta por ciento).

Oeste. Siete son los países donde estos gigantes de la economía tienen sus sedes centrales (casas matrices): EE.UU., Reino Unido, Alemania, Francia, Holanda, y Japón (los intérpretes estrella de siempre).

Este. Sólo las diez principales corporaciones transnacionales (no financieras) daban empleo a más de millón y medio de trabajadores (en 2008)

Y Sur. Entre las cien primeras economías con multinacionales de peso, solo figuran siete de las llamadas emergentes (China, República de Corea, Malasia, Kuwait, Méjico, Brasil, Venezuela, y Sudáfrica).

En el caótico y proceloso océano global sólo los grandes depredadores (corporaciones que llegan a triplicar el PIB de países como el nuestro) pueden marcar y mantener el rumbo de sus intereses (sin mecanismos públicos que los controlen). Los demás (incluidos nuestros representantes políticos), como frágiles cáscaras de nuez, simplemente flotamos empujados por los embates el oleaje (o la tempestad). Abandonar la globalidad parece tan impensable como cambiar de universo (físico).

Que un oligopolio que se reparten tres grandes agencias neoyorkinas especializadas en el análisis y la calificación de los créditos (Moody’s, Fitch Ratings, y Standard & Poor’s), examinen (públicamente) a los gobiernos y pongan nota a los países días antes de que saquen a subasta su deuda Soberana, es una especie de disparate mutante (el absurdo convertido en práctica).

Una mala calificación (en un test de estrés) puede obligar a un presidente del gobierno a cerrar un Ministerio de Igualdad (para recortar gastos) y llevarlo a Qatar (a buscar dinero), o acabar con la coalición (de  Verdes y Republicanos-Liberales del Fianna Fáil) que dirigía Irlanda. Y lo más paradójico de todo, es que estos oráculos sagrados, permitieron y promovieron el burbujazo financiero con su negligente imprevisión (suspendieron y nos hundieron a todos).

El mundo global y competitivo del siglo XXI necesita políticos y sindicalistas de bajo perfil (ocupados, como todos, esencialmente en sobrevivir), que se dejen capitanear por un omnipotente (y complejo) conglomerado de intereses (económico-estratégicos) que extiende (publicita) y afianza una existencia (binaria) inspirada en la ley de la oferta y la demanda.

Apadrinamos (embelesados, sin buscar alternativas) un mito integrador (con divisa totalitaria) que alienta el formalismo democrático y evita los controles públicos, que institucionaliza el ventajismo acaparador y actualiza la ilusión en el progreso disfrazando lo viejo de nuevo (los paraísos siguen siendo fiscales). La burguesía progresista (el socialismo en todas sus manifestaciones) se funde y se confunde en el crisol neoliberal: el negocio y la libertad son dos prioridades incuestionables.

Los verdaderos gobernantes ni tienen rostro (público) ni los vota nadie, pero fomentan la fantasía global y el debate político mientas que ellos se aplican a controlar a la Organización Mundial del Comercio y al Fondo Monetario Internacional (ambas instituciones tienen más poderes coercitivos que los gobiernos y que la ONU). Dos organismos (con vida propia) que ordenan y priorizan las agendas de los estadistas que acuden a las cumbres del G-7, del G-8, del G-9, o del G-20 (la importancia de estos grupos es inversamente proporcional al número de políticos convocados). En los cónclaves “G”, como en la arquitectura de Mies van der Rohe, “Menos es más”.

La crisis económica que todavía estamos intentando remontar, los conflictos políticos que asedian a los yacimientos de nafta y desastres (naturales y atómicos) como los que han golpeado a Japón, son el caldo de cultivo ideal para la especulación desenfrenada (en la globalidad no se cultiva el fair play). El precio del barril Brent de referencia (los 159 litros de crudo a los que se les pone precio en Londres, a través del Internacional Petroleum Exchange: un mercado en el que se especula con el futuro) podrían llegar a alcanzar cotas desorbitadas.

La realidad subjetiva es solo una parte de la realidad general (ésta última engloba a todo lo que existe, incluso a lo desconocido), lo aquí escrito podría sustituirse por otra fábula que empezase el histórico viernes diecisiete de diciembre (de 2010), cuando el tunecino Mohamed Bouazizi  (joven vendedor de frutas y verduras) se quemó a lo bonzo (para protestar por unos abusos y vejaciones que eran habituales en el proceder de la policía de su país) y prendió la hoguera revolucionaria.

Un mártir que nunca conocerá el alcance de su protesta, la gota de sangre que agitó un mar ensangrentado, el desmomificador del Islam, el pequeño empujón que necesitaban las fichas del dominó para precipitarse en cascada en la modernidad. Sí, pueden escribirse muchas subjetividades, pero pase lo que pase y digamos lo que digamos, una cosa deberíamos tener clara: el monopolismo sin fronteras está imponiendo sus lícitos fines. Así que, “cum finis est licitus, etiam media sunt licita”. Preparémonos porque, hoy por hoy, no hay quien lo controle.

Tomasi di Lampedusa (Príncipe de la isla en la que hoy recalan los que huyen de la hostilidades del Medio Oriente) lo tenía claro: "Se tutto deve rimanere com'è, è necessario che tutto cambi..." Si todo debe permanecer como está, es necesario que todo cambie. Amén.

Nuevos tiempos, viejos intereses
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