jueves. 25.04.2024

Mujeres cuidadoras

Es algo ya sabido y que entra dentro de nuestra cultura. La mujer ha estado tradicionalmente ligada al cuidado de familiares enfermos: la hija debe cuidar del padre con alzehimer, del hermano dependiente, del abuelo con cáncer terminal, del tío sujeto a una silla de ruedas.Tenemos una larga tradición en la que la mujer no tiene otro derecho que salvar las tragedias familiares.
Es algo ya sabido y que entra dentro de nuestra cultura. La mujer ha estado tradicionalmente ligada al cuidado de familiares enfermos: la hija debe cuidar del padre con alzehimer, del hermano dependiente, del abuelo con cáncer terminal, del tío sujeto a una silla de ruedas.

Tenemos una larga tradición en la que la mujer no tiene otro derecho que salvar las tragedias familiares. Son mujeres que no tienen derecho a nada: ni a Seguridad Social, ni a pensión, ni a la más mínima retribución. Mujeres que han renunciado en demasiados casos a su propia vida, a su propio futuro, para cuidar al viejo o al enfermo. Lo hemos admitido con naturalidad, como algo lógico.

Ahora, los datos tienen la brutalidad de las cifras. Son más de cinco millones de mujeres, hijas o esposas que se enfrentan, día a día, a una situación insostenible que, como cruel contradicción, tiene favor el sacrificio y la solidaridad. Mujeres que dedican su vida a los demás y que. Como compensación, no tienen vacaciones, ni pagas extras ni siquiera el derecho a pensar en una vida personal que, sin embargo, nos parece a todos elemental. No tienen derechos.

La ley de Dependencia, en teoría un avance, no cubre todavía a la mayoría de estas mujeres, trabajadoras olvidadas, ciudadanas que nada exigen y nada tienen. Terrible, aunque intuido, estudio del Instituto de la Mujer. Hace poco se hacía público un dato desolador. Ante las acusaciones de la oposición que señalaban que en la Comunidad de Madrid sólo había ocho personas que habían accedido a los beneficios de la Ley de Dependencia, el Gobierno de Esperanza Aguirre respondía con una cifra que sonaba a sarcasmo: No eran ocho. Eran veinte.

En tiempos en los que los derechos ciudadanos van asentándose, al menos en España, hay mujeres en situación de esclavitud real. Mujeres que tienen jornadas de 24 horas, víctimas de una tradición en la que las hijas o esposas están obligadas a consumir sus vidas haciendo más soportables las tragedias familiares.

Son un ejército invisible. Mujeres sin nombres y sin rostros. Seres humanos que no cuentan en las estadísticas, pero que sostienen y soportan la situación real de una sociedad a la que todavía le queda mucho por avanzar.

Se pueden nombrar ministras con 35 años, responsables políticas jóvenes y guapas, triunfarán en la música, en la literatura, en cualquier profesión muchachas que sirvan de ejemplo a su misma generación, pero mientras no asumamos que hay cinco millones de mujeres que se someten a las reglas medievales de la familia espaóla. En ellas habría que pensar.

Juan Gelman escribió versos hermosos sobre la entrega. Leámoslos:

Yo te entregué mi sangre, mis sonidos,
mis manos, mi cabeza,

y lo que es más, mi soledad, la gran señora,
como un día de mayo dulcísimo de otoño,
y lo que es más aún, todo mi olvido

para que lo deshagas y dures en la noche,
en la tormenta, en la desgracia,
y más aún, te di mi muerte,

veré subir tu rostro entre el oleaje de las sombras,
y aún no puedo abarcarte, sigues creciendo
como un fuego,

y me destruyes, me construyes, eres oscura como la luz.

Pero la entrega ha de ser siempre voluntaria para que sea nuestra, para que no sea la del esclavo.

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