jueves. 25.04.2024

Miedo a mis arrugas

NUEVATRIBUNA.ES - 2.11.2010...Ergo, nos jubilaremos cuando seamos seres incapaces de amar y de mantener viva la necesidad de enamorarnos hasta el último de nuestros días, aunque el cuerpo ya no nos acompañe y vaya en discordancia con el alma. Sin embargo, confieso que hace algún tiempo me entró un miedo atroz a envejecer.
NUEVATRIBUNA.ES - 2.11.2010

...Ergo, nos jubilaremos cuando seamos seres incapaces de amar y de mantener viva la necesidad de enamorarnos hasta el último de nuestros días, aunque el cuerpo ya no nos acompañe y vaya en discordancia con el alma. Sin embargo, confieso que hace algún tiempo me entró un miedo atroz a envejecer. Porque aunque queramos evitarlo vivimos en una sociedad en que la tendencia esclavista nos dice cómo debemos vestir, cómo hay que cuidarse físicamente y cómo mantenernos en la eterna juventud pasando por el quirófano. Y eso se nos queda grabado en nuestra memoria de pez y no cesa de recordarnos que somos carne de bisturí. Por suerte, no es extraño que se asomen a las páginas de los medios rostros maduros de mirada enérgica y teces apergaminadas pero llenas de arrebato. Personas cuya existencia vital, a pesar de las múltiples cicatrices en el alma, son un ejemplo y un estímulo para disfrutar nuestra vida como si cada día fuese el último. Al final qué es la vida sino un aprendizaje emocional.

Supongo que fue ese aprendizaje emocional, ese miedo congénito, esa inquietud hacia los sabores que están por venir, lo que me llevó al cine durante la canícula veraniega para ver como Rosa María Sardà impartía clases de sexo a Pilar Bardem en La vida empieza hoy. A primera vista creía que sería una de esas películas más prolíficas en rostros que en emociones. Sin embargo, los caminos del espectador de cine son inescrutables y la película resultó ser absolutamente entretenida, tierna y entrañable. Poco importaba las lecciones sexuales de la Sardà. Lo que verdaderamente me conmovió fue ese alegato inmenso hacia la vida, sin importar las arrugas, sin moralejas ni sermones, ese cóctel glorioso de disfunciones eréctiles, de viudas que rehacen su vida, de deseos y preocupaciones.

Salí del cine repleto de energía. Recordé las palabras de Jacqueline Bisset persuadiendo a las mujeres a que no se achiquen por la edad, porque son más interesantes cuando envejecen. Supongo que saber envejecer como recomienda la dama más bella de todos los tiempos, según la definió Newsweek en un momento determinado, debe ser una obra maestra de sapiencia. Con todo, más allá del ostracismo y el oscurantismo en que yace la vejez para la mayor parte de la sociedad, deberíamos hacer caso a la actriz francesa y asimilar que la vida debería empezar en la sesentena. Porque el mundo comienza cada día y lo único inteligente es sacarle el jugo a la existencia como si cada día fuera único, el día más importante de nuestra biografía.

Sin embargo, ese silencio, esa ausencia que pesa como una losa, se acentúa dentro del colectivo gay a niveles estratosféricos. Y esa sesentena, reflejo imperioso de pasado, trae consigo estar fuera de órbita, fuera del mercado. Como si todo lo que se hubiera vivido, todas esas sandalias gastadas por la experiencia no importaran en absoluto. El mundo gay –que no homosexual- se ha hecho para jóvenes musculosos, lo más trendy posible y con la tarjeta de crédito a punto de explotar en busca de las últimas tendencias en arte y costura, mientras en la mayoría de los casos, la sesera estuviera atrofiada, inversamente proporcional a los músculos que se jactan en desarrollar. Consecuentemente, y como sé de lo que hablo, el mundo gay es un reducto elitista donde el entrelace de las edades brilla por su ausencia y donde, asimismo, la juventud es percibida como el becerro de oro y el elixir a mantener para permanecer en el pesebre.

No voy a ser yo, el que vea mal enaltecer a la juventud a un ideal, loado por Luis Cernuda en su maravilloso libro Invocaciones de las gracias del mundo. Pero una cosa es reivindicar ese docto ideal y otra cosa muy diferente es haberlo llevado, y con todas las consecuencias, hasta llegar al apartheid físico al que disiente del rebaño y al que no cumple con los cánones establecidos por la biblia rosa. Hay discriminación, en consecuencia, por ser mayor; por llevar las lorzas con orgullo y contradecir las normas estéticas; por vestir de un modo determinado, esclavizado bajo el término cool –como si por el hecho de utilizar un vocablo anglosajón simbolizara la ausencia de la prisión plagiaria- y cuyo precio alcanza los tres dígitos. Por lo tanto, se discrimina a todo aquello que salga de un cliché. ¿Por qué no nos daremos cuenta que hay muchas maneras de vivir la homosexualidad? Poco importa. Ser diferente, significa ser juzgado por la santa inquisición sibarita.

Sin embargo, como no me gusta ser pesebrista, y me gustaría ser disidente de esa figura de seres cautivos por los sinsabores amargos de la esclavitud moderna, empiezo a perderle el respeto a mis primeras arrugas. Y cuando empiece a acumular papadas (como otros coleccionan sellos) o mi cara se atiborre de arrugas, cuesta abajo en la rodada como en el tango, espero seguir sonriendo. Porque esas arrugas me recordarán que si están ahí es porque he amado, porque he sonreído a mandíbula batiente. Significarán que jamás he perdido mi sonrisa, a pesar de mi seriedad. Serán simplemente las marcas de la vida que jamás quiero que me abandonen. A la postre, no serán más que testigos de mis éxitos y de mis fracasos, de mis penas y de mis llantos. Y eso es, verdaderamente, lo único que nos queda al final. Aunque nos intenten vender lo contrario.

Javier Montilla - Periodista y escritor

Blog: jmontilla.blogspot.com

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