martes. 23.04.2024

Me llamaron igualdad

Nací mucho después que mi hermana mayor, la libertad, que fue entendida de muchas maneras a lo largo de la historia, pero en realidad yo estaba mucho más unida a la pequeña fraternidad -vínculo de cariño que une a los pares- cuya existencia ha sido reducida y efímera. Mi parto no fue fácil y exigió una revolución, pero no podía ser de otro modo.

Nací mucho después que mi hermana mayor, la libertad, que fue entendida de muchas maneras a lo largo de la historia, pero en realidad yo estaba mucho más unida a la pequeña fraternidad -vínculo de cariño que une a los pares- cuya existencia ha sido reducida y efímera.

Mi parto no fue fácil y exigió una revolución, pero no podía ser de otro modo. ¿Cómo sino superar las diferencias individuales en las que se basaba el sistema político griego o la desigualdad entre las personas de los distintos estamentos legitimada por mandato divino? Pero llegó el Siglo de las Luces y de la mano de razón empezó a extenderse la ciencia. Los filósofos ilustrados entonces me proclamaron como principio regulador de la sociedad moderna y desde el liberalismo políticamente se enfatizó la igualdad de todos los individuos varones ante la ley. Las posiciones democráticas más radicales criticaron la desigualdad económica masculina, pero paradójicamente, mientras esto sucedía, se olvidaba a la mitad de la población, pues a pesar de la existencia de voces discordantes como las de Wollstonecraft, Condorcet o Gouges se armó toda una maquinaria filosófica misógina. El hombre como centro del universo, representación de lo humano y categoría simbólica para representar la individualidad, ocupó el espacio de la razón, frente a la mujer, reducida a símbolo y efecto de la naturaleza. Para Rousseau “existían dos terrenos inmiscibles, el político espiritual para los varones y el natural para las mujeres”.

Sin embargo, y a pesar de ser largamente gestada, mi infancia fue feliz. A lo largo de los siglos XVIII y XIX me fui convirtiendo en un principio político articulador de las sociedades modernas y en una referencia ética hacia la que deberían orientarse todas las relaciones sociales. Pero mi nombre era muy confuso. Cuándo me citaban y se referían a mí ¿de qué igualdad se hablaba cuando se ignoraba a una parte del universo? El feminismo reenfocó este hecho y reivindicó cambios legales. La Declaración de Seneca Falls, de 1848, afirmaba “que todas las leyes que impidan que la mujer ocupe en la sociedad la posición que su conciencia le dicte, o que la sitúen en una posición inferior a la del varón, son contrarias al gran precepto de la naturaleza, y por lo tanto, no tienen fuerza y autoridad”.

Me pusieron en las leyes, pero..

Socialmente me era difícil abrirme paso, pero la reivindicación de los cambios legales aparecía en el horizonte como un camino transitable. Tras siglos de lucha de las mujeres -incluso donde algunas mujeres sufragistas, en especial en Inglaterra dejaran su vida-, mi nombre se plasmaba en el ámbito formal. En España, mi puesta de largo fue en 1931, con el logro de voto femenino, con Clara Campoamor como hada madrina, pero el camino que iba recorriendo era zizagueante y, a pesar de ser castigada, censurada y silencia durante el franquismo, en los años setenta llegaban los ecos de Naciones Unidas recordando que “la discriminación contra la mujer viola los principios de la igualdad de derechos y del respeto de la dignidad humana, que constituye un obstáculo para el aumento del bienestar de la sociedad y de la familia”. De modo que gracias al empuje mundial y europeo y al cambio de régimen, formalmente, conseguí en 1978 mi mayoría de edad. El artículo 14 de la Constitución me mentaba y era muy claro al respecto y por si había alguna duda, su artículo 9.2 atribuía a los poderes públicos el deber de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad de las personas y los grupos en que se integran, fueran reales y efectivas y remover los obstáculos que impidieran su plenitud, facilitando la participación de toda la ciudadanía en la vida política económica, cultural y social.

Aparentemente era estupendo, formalmente me había convertido en un principio regulador que orientaba la práctica política y que se concretaba en la creación de planes y programas, secretarías, concejalías, vocalías, comisiones y hasta servicios de la mujer. ¡Oh que importante era! Institucionalmente me debían aplicar en todos los ámbitos de la vida económica, social, cultural y familiar. La idea central era que todos los individuos debían gozar de iguales oportunidades y que el Estado tendría que garantizarlas. Parecía que con estas políticas públicas la discriminación estaba pasando a mejor vida y que, de seguir así las cosas con el paso del tiempo, las mujeres tendrían los mismos derechos y oportunidades que los hombres.

Sin embargo, y a pesar de haber conseguido un apellido que ayudaba a clarificar los objetivos porque ahora me nombran “Igualdad de Oportunidades”, pronto comprobé que las políticas públicas de género, consistentes en trabajar contra la discriminación en espacios y propuestas muy específicas, servían en muchas ocasiones para lavar la cara de una política y unas instituciones que continuaban reproduciendo la discriminación contra las mujeres. Y además, ¿qué era eso de la igualdad de oportunidades? Mi apellido no sólo no me había hecho más importante sino que había restado potencia a mi bonito nombre. Cuando las mujeres partían de una situación de inferioridad social si se daban a hombres y mujeres las mismas posibilidades se seguiría perpetuando la discriminación hasta el infinito y más allá. Para evitar esto, a finales de los años ochenta, se dio un paso más y para superar las desventajas con las que partían las mujeres se pensó en la necesidad de buscarme a través de acciones positivas.

Una señora madura

Ya no se trataba sólo de borrar la discriminación directa, sino también la indirecta. Se ampliaba la prohibición de discriminación a aquellos actos normas o medidas aparentemente neutras, cuya aplicación práctica produce un impacto adverso sobre el colectivo femenino. Las políticas de acción positiva venían así a complementar las actuaciones realizadas bajo el paraguas de la igualdad de oportunidades y sin embargo, y a pesar de ser principios reconocidos por el derecho internacional, tampoco esta alianza fue suficiente. La insuficiencia de la unión de ambas dio paso a un concepto nuevo y esta vez, siendo ya una señora madura, vino en mi ayuda “la transversalidad”.

Había que cambiar la corriente principal de las políticas públicas y a propuesta del Congreso de Pekín de 1995, el Parlamento Europeo propuso implementar la transversalidad en todas las políticas. ¡Cuántas esperanzas deposité entonces cuando vi aprobarse leyes como: la 30/2003, sobre medidas para incorporar la valoración del impacto de género, la 1/2004, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género o la 3/2007, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres! Ahora ya parecía que se pretendía hacerme real y efectiva e incluso, durante un corto periodo de tiempo, ocupé hasta un ministerio con cartera. Parecía que se trataba de evitar la discriminación estructural en que están inscritas las mujeres y desactivar los mecanismos de dominación patriarcal. Sin embargo, y para mi desilusión, no es sencillo acabar con un orden patriarcal dominante como ideología social, que se reproduce de generación en generación, y aunque se manejen fórmulas como “la igualdad dentro de la diferencia”, como dijo Simone de Beauvoir, “cuando se mantiene a un grupo o a un grupo de individuos en situación de inferioridad, el hecho es que es inferior”.

La realidad de los datos

De modo tal que hoy en día las mujeres siguen trabajando gratis en sus hogares, atendiendo tareas domésticas y de cuidados. Hay más de 4 millones de personas amas de casa, de las cuales el 91,5% son mujeres, a las que se les considera inactivas. Por cada 10 mujeres que “no trabajan” por estar trabajando en casa, para su familia, sólo 1 hombre lo hace. De modo que, del total de personas inactivas que no buscan empleo por sus obligaciones familiares, el 95,3% son mujeres. Tener hijas o hijos afecta de manera desigual a mujeres y hombres en cuanto a las posibilidades de empleo de promoción profesional.

En el mercado laboral, la tasa de actividad de las mujeres es inferior, en más de 13 puntos porcentuales, a la de los hombres y a pesar de ello la tasa de paro femenino es un punto superior a la masculina, sólo se les ocupa en el sector servicios en cinco ramas de actividad –comercio, sanidad y servicios sociales, hostelería, educación y empleo doméstico- curiosamente todos ellos con una clara proyección de su papel en lo doméstico, y tienen mayor riesgo de sufrir acoso sexual y tener salarios más bajos. En la Unión Europea la diferencia salario/hora entre sexos es del 16% y en España, el 10% de las mujeres asalariadas gana anualmente menos 7.001 euros. En el conjunto de la población asalariada el 15% de las mujeres (frente al 6% de los hombres) gana menos del salario mínimo interprofesional. Situaciones todas ellas que afectan a sus últimos años de vida, puesto que en diciembre de 2010, la pensión media de las mujeres era el 59,3% de la media masculina.

Las mujeres continúan sobrerepresentadas en los puestos de toma de decisiones. A pesar de mi alegría respecto a la aprobación mayoritaria de la Ley de Igualdad que establece la composición equilibra, actualmente las mujeres no llegan a ocupar la tercera parte de los órganos de gobierno y sólo encabezan el 21% de los gobiernos autonómicos, hay un 0% de presidentas en la dirección de las empresas del IBEX-35, un 9,3% en las juntas directiva de las reales academias y la proporción de llegar a catedrático es 2,5 veces superior la de un profesor titular a la de una profesora. Eso sí, luego y para compensar, las mujeres encabezan las familias monoparentales, el número de personas que se ocupan de las personas dependientes, las tasas de pobreza relativa y el número de asesinadas por violencia de sus parejas.

La crisis y mi nombre en vano

¿Triste no? Pero además y para mayor penuria de mi ser, como Señora “igualdad”, a esta situación estructural, se ha venido a añadir una crisis que se utiliza ideológicamente para volver a cargar contra las mujeres y por ejemplo pretender modificar la ley de IVE, no financiar determinados métodos anticonceptivos, eliminar la educación sexual en los centros escolares, subir las tasas y costas judiciales de modo que se “desanima” a muchas mujeres a presentar demandas y elaborar mediadas que fomentan la vuelta al hogar de las mujeres empleadas. Además, se ha reducido en un 24% la financiación destinada a igualdad en los Presupuestos Generales del Estado y en un 7% la destinada a la lucha contra la violencia de género y se han desmantelado distintos organismos que me procuraban.

Ya sé que no existo, que no soy más que un nombre, pero os pido que no utilicéis en vano. Ocupar una alcaldía por ser la esposa de quien se es no es igualdad, utilizarme para justificar recortes, ampliar horarios de trabajo y diseñar políticas laborales lesivas para trabajadoras y trabajadores no es igualdad. Y sobre todo abusar de mi nombre para encubrir un posible delito no sólo no es igualdad sino que es una de las mayores ofensas que en mi vida -y mira que me han hecho muchas- me han hecho.

Vale que no existo que sólo soy un reto, una esperanza, un deseo a conseguir; que sería mejor hablar de discriminación y desvelar la realidad de la dominación masculina, pero, al menos y ya que no creéis en mí, respetar mi nombre y mi memoria. Son demasiados años de luchas, son demasiadas vidas de mujeres y algún hombre para que hagáis políticas machistas en mi nombre.

Me llamaron igualdad