martes. 16.04.2024

Luz y tinieblas

Para gustos, colores. O artistas. Cada uno de nosotros guarda un pequeño rincón para ese pintor, músico, escritor, artista en definitiva, que es capaz de conmovernos hasta el límite de la lágrima. Podemos tener una interminable lista de preferidos y, junto a ellos, “ese” que nos llega de forma especial. Que quizás no sea nuestra primera elección, pero al que somos fieles por definición.
Para gustos, colores. O artistas. Cada uno de nosotros guarda un pequeño rincón para ese pintor, músico, escritor, artista en definitiva, que es capaz de conmovernos hasta el límite de la lágrima. Podemos tener una interminable lista de preferidos y, junto a ellos, “ese” que nos llega de forma especial. Que quizás no sea nuestra primera elección, pero al que somos fieles por definición. En el caso de pintores, Joaquín Sorolla es mi elección.

Porque su habilidad con los pinceles y los óleos parecen capaces de trasladarnos a la orilla del mar valenciano que tan bien supo retratar. Porque la simplicidad de sus escenas, que podríamos encontrar tras cada esquina, nos da la bienvenida un mundo de tranquilidad y belleza. O porque su dominio del luminismo bañan nuestras miradas a sus cuadros de una luz cálida y suave. Pero Sorolla es también el pintor que afirmaba que para abrirse camino había que pintar muertos, que hizo incursiones en el realismo social y en la pintura religiosa. Que quiso aprender de los maestros y acabó siendo maestro de muchos. Porque de la oscuridad y la denuncia de sus primeras obras (en la década de los 80 del siglo XIX) nació el pintor de la luz, del mar, de la Valencia soñada y ensoñada. Aquel que Hispanic Society of America elaboró el mejor monumento a la Península Ibérica con su inmenso mural de escenas costumbristas de provincias de España y Portugal.

Vivió 60 años, pintó algo más de 40, y dejó un legado de más de 2.000 obras catalogadas, además de un sin fin de admiradores y seguidores de su técnica. Al mismo tiempo, surgía el genio de otro de los grandes pintores españoles, Ignacio Zuloaga. Un pincel plagado de realismo y denuncia social, de dramatismo y crudeza. Un arte que no hablaba de luz sino de claroscuros, pero con tanta maestría como la que Sorolla desplegaba al retratar su Mediterráneo querido. Dos artes tan diferentes como no podía haber otros en la España del cambio de siglo y que hoy iluminan juntas nuestro conocimiento de aquella época gracias a una exposición que acaba de inaugurarse hace unos días en Málaga.

“Sorolla y sus contemporáneos” es el nombre de esta muestra que recoge medio centenar de obras que pretenden ilustrar el arte que se desarrollaba en nuestro país en la transición al siglo XX. 17 lienzos de Sorolla, 9 de Zuloaga y otros 24 de pintores contemporáneos como Pinazo, Rusiñol, Anglada, Julio Vila, Cubells, Francisco Pons o Manuel Benedicto pertenecientes a los fondos del Museo de Bellas Artes de La Habana. Una exposición que podrá disfrutarse en Málaga hasta el 31 de agosto y que tiene previsto viajar luego a Cádiz y Almería.

En ella se enfrentan las dos formas de entender la pintura que tanto Sorolla como Zuloaga abrazaron como propias y elevaron con la habilidad de sus manos con los pinceles. Dos formas distintas de entender el valor y la función de la pintura y, quizás, de la vida. Dos polos estéticos completamente opuestos pero cuya fuerza los ha convertido en dos de los artistas españoles más reconocidos en el mundo. Dos miradas a un mismo mundo juntas en la misma exposición con un solo propósito, que la luz del mediterráneo ilumine la oscuridad de Zuloaga, y que los claroscuros de éste resalten los rayos de sol que despiden los cuadros de Sorolla.

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