jueves. 28.03.2024

Llanto por la dignidad

“Los hombres no lloran”, frase de músculos machos de la familia, los vecinos, los amigos. “Un hombre macho no debe llorar”, decía Gardel, decía el tango, decía la voz porteña del Buenos Aires querido. No tiene sentido hoy lo de macho. Cada vez tenemos más prohibido ser hombres, mujeres, niños. Estamos perdiendo el derecho a ser simplemente humanos. Van sobrando los espejos. No hay nada que mirar en ellos.

“Los hombres no lloran”, frase de músculos machos de la familia, los vecinos, los amigos. “Un hombre macho no debe llorar”, decía Gardel, decía el tango, decía la voz porteña del Buenos Aires querido. No tiene sentido hoy lo de macho. Cada vez tenemos más prohibido ser hombres, mujeres, niños. Estamos perdiendo el derecho a ser simplemente humanos. Van sobrando los espejos. No hay nada que mirar en ellos. Sólo nos queda una huella antigua, ignoro si genética, para firmar ante notario la rendición aceptada de los acontecimientos.

Yo viví aquellos tiempos en que nos batíamos por la posesión de una belleza femenina, por el centro genital de su hermosura. Pero nos hemos envainado la gallardía desfasada. Desaparecimos. La mujer no es un ser-para-nadie ni pone en venta el castillo de su dignidad. Lo regala a quien quiere una tarde entre rosas y palabras prendidas en la elegancia de sus caderas. Están oxidadas las armaduras de caballeros antiguos. Hoy se visten corbatas-seda-italianas, traje de esclavo Emidio Tucci y zapatos Corte-Inglés-rebajas.

Yo viví aquellos tiempos de cruzadas contra el sarraceno, de la mano de dios pantocrator, con tiaras pontificias al frente sobre callos blancos y crines por bandera. Degollábamos en nombre de Dios y Dios nos ampliaba la vida hasta un cielo seguro, propiedad sin hipotecas, porque matar era un oficio delegado de una divinidad conquistadora de tierras heréticas y blasfemas. Hemos cambiado la armadura por unas bermudas lacoste y la espada es un móvil para enviarle besos a una colegiala de uniforme verde y blanco.

Yo viví aquellos tiempos. Y aquí sigo, sin saber que estoy viviendo, ni siquiera si vivo. Un coche que facilita la muerte a ciento ochenta kilómetros por hora, un trabajo que depende de la noche anterior del empresario, un chalé-tres-dormitorios-dos-baños y un jardín para prolongar la esclavitud de la semana, un banco amigo, muy amigo, que se come mi pan de cada día, un cansancio acostado sábados-y-domingos para volver al lunes desnudo de ilusiones.

Y ahora los mercados, la prima de riesgo, el déficit, los intereses, la deuda soberana (por qué le llamarán así?). Y por fin EL RESCATE, la tierra prometida por mi gobierno para redimir la herencia recibida de un Zapatero exiliado, errante por los picos de Europa. Rajoy presionando a Europa. Soraya proclamando ante el mundo que nadie nos tiene que enseñar lo que tenemos que hacer. Cospedal poniendo sonrisa con mantilla a la agonía de los desahucios. Fátima-Cova-de-Iria desempleando a los empleados que para eso consulta con la Blanca Paloma los eres con pasaporte a Laponia.

Ya no existen hombres, mujeres o niños. Hemos vuelto a aquella estancia primitiva de una niñez donde los hombres no lloran, donde el hombre macho no debe llorar, donde las mujeres han perdido la propiedad primitiva de su cuerpo, donde los niños no son un futuro prematuro. Sólo existen los hombres de Montoro, los de negro, los del luto sin lágrimas, sin compasión, los que mastican dinero sin lastimarse las encías acostumbradas a esqueletos violados que vivieron por encima de sus posibilidades. No existe el llanto, esa sangría vivificante, que riega jazmines y azahares y perfuma el futuro y el mañana y el beso y la esperanza.

“Hay tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas”, dice Mark Twain. Como un alcohol en carne viva. Como el bisturí que divide para vencer más fácilmente. Como la disnea aguda que aprieta la conciencia. Nos mienten. Donde la presión ejercida era presión impuesta. Donde nadie nos decía lo que teníamos que hacer mientras nos dictaban y aceptábamos la muerte lenta en un infame gólgota. Donde la sentencia nos condenaba al hambre, a la miseria, al abandono del enfermo, al desprecio de la pobreza, a la enseñanza exclusiva para ricos, a la apropiación de techos que amparaban el amor fin de semana. Nos han despeñado la dignidad, irrecuperable tal vez. Nos la han aplastado las montañas de dinero con una primacía antihumana y deshumanizante.

Mentiras malditas que desguazan al hombre, lo trocean, lo envasan en transparencia plastificada y se pone a la venta. Retales de humanidad quedan, por eso se ha devaluado y se recomienda como rebaja-precio-de-saldo.

Soy tristeza, melancolía, añoranza de lo que pudo haber sido y no fue. Soy llanto, sólo llanto, por toda la dignidad usurpada para la que no hay rescate. No pido más que suicidarme para plantar mi dignidad fuera del tiempo.

Llanto por la dignidad
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