viernes. 19.04.2024

Lectores

Con sangre y garbanzos en las rodillas había aprendido el catón José Manuel. “Para ser un hombre de provecho” insistía aquel cabrón de su aborrecida escuela. Don Pedro el maestro, en cambio, enseñó a leer a Pepe Luis “para que puedas conversar con las letras”. Y cada letra, mayúscula o minúscula, encabezaba para ambos una palabra: M de madre, N de niño, J de jota y S de sardana.

Con sangre y garbanzos en las rodillas había aprendido el catón José Manuel. “Para ser un hombre de provecho” insistía aquel cabrón de su aborrecida escuela. Don Pedro el maestro, en cambio, enseñó a leer a Pepe Luis “para que puedas conversar con las letras”. Y cada letra, mayúscula o minúscula, encabezaba para ambos una palabra: M de madre, N de niño, J de jota y S de sardana. El alfabeto, pues, contenía 28 palabras que enseñaban las letras.

Leer permitía que Salgari trasladase Las Fronteras del Far West de Oregón a Aragón. Con un contratiempo: Pepe Luis nunca logró hablar inglés; Crazy Horse y Seating Bull jamás fueron Creisi Jorss y Sitin Bull. Para redondear su incapacidad para algunos idiomas Don Julián no decía vuasi vuala sino lo que ponía el libro: voici voila. José Manuel aprendió per se los idiomas usuales; la necesidad, los viajes y el ocio crean sin esfuerzo el órgano.

El uno añadió labia a sus primeras letras y sacó provecho de ello. Le bastaba su porte, un gesto, una palabra desganada, no digamos una acción concreta. Engatusaba. El rosarino Fontanarrosa narró una hazaña de José Manuel el Antillano: sin sacudirse los pies viajó desde Los Roques (Venezuela) a Laponia del Norte donde se hizo rico cambiando pieles de reno por la arena de sus pies que aquellos pasmados, y engatusados, confundieron con oro.

Instalado en una mesa camilla que cruzaba con frecuencia la mar océana a miles de pies de altura, nuestro José Manuel daba cuenta de la mejor literatura universal en el trayecto de Las Ramblas a la arena inmaculada. No siempre leía para sí ni en voz baja…

Más prosaico, el otro tuvo que aprender las cuatro reglas y algo de ruso para sentarse en el Politburó al mando de los misiles intercontinentales y así hacer entrar en razón al Pentágono. Tampoco consiguió eso, pero la experiencia le doctoró cum laude en cinismo, pudo sentarse por trienios en el Banco del Sardinero y se dedicó a observar el capital ajeno.

Hasta bastantes años más tarde no se conocieron. Una petición urgente llama la atención del adulto Pepe Luis: “Ocasionalmente en silencio y tinieblas, necesito lector con voz de trueno. Currículos a la avenida del mar, delante del mar. José Manuel.”

El Curriculum de lector para otros de nuestro Pepe Luis arranca en el Monasterio de Veruela, en el Moncayo. A cambio de la comida sobrante del refectorio leía a los legos el Beato de Liébana en latín. Obras menos edificantes, exactamente verdes, leía a los torcedores de tabaco Davidoff en La Habana y poesías cursis a las modistillas de Lavapiés. José Manuel lo contrata, no sin antes viajar con él a El Cairo para comprobar la potencia de su voz al dirigirse a los creyentes desde el minarete de Amr Ibn El Aas. También acude con él al Balcón de El Buste para oír de su vozarrón el aviso (¡¡Ahí va el Ebro!!) dirigido de urgencia a la Rivera navarro-aragonesa. Pepe Luis sólo le exige oreja atenta para el matiz de las comas, punto seguido o aparte, dos puntos, comillas y paréntesis. Le ruega también que nunca merienden mortadela; según Luis Buñuel la mortadela la hacen los ciegos, como para fiarse…

En los seis meses que duró la lesión de ojo y palabra fatigan catorce anaqueles repletos del Babel que atesora José Manuel. Desfilan de boca a oreja Don Quijote, Coetzee, Sebastián de Covarrubias, Valle-Inclán y tres columnas de Vicent. En un interín de turrón y Veuve Clicquot Ponsardin se les aparece el Roto (“Las luces de Navidad son para que pongamos más huevos”). Viajan con Kipling a la India, a Macondo con García Márquez y a Yoknapatawpha con Faulkner, desde un altozano Josep Pla les muestra el Ampurdán, un territorio desprovisto de hipotecas; hasta La Regenta los condujo por Vetusta y Pepe Carvalho por el Barrio Chino, actualmente Rawalpindi. El ambiente se llena de Voltaire, Sthendal, Lezama Lima, Henry James, Monterroso, Delibes para emplear el diccionario, Rulfo, Jorge Amado, Vasili Grossman y parte de la armada argentina (Bioy, Cortázar, Macedonio, Piglia, César Aira, Arlt, Mujica Lainez,…), Jonathan Franzen y Updike. El lector no se atrevió con los haikus japoneses en versión original (el sustantivo nipón se le resiste y confunde signos de esa escritura que se asemeja a huellas de pajarillos). El cirílico de Tolstoi sí se oyó en aquel salón. La devoción por Jorge Luis Borges les hincó a ambos de rodillas.

Tamaño trajín de negro sobre blanco, la polvareda del papel, el agua casi potable de Barcelona y tanta palabrería hicieron diana atroz en ojos y garganta del lector. En paralelo, los ojos y la lengua del oidor volvieron otra vez a su ser. Horrorizado, Pepe Luis recordó lo que parecían premoniciones de Borges y Conrad y pidió a José Manuel que leyese las últimas palabras del Poema de los Dones (“…miro este querido / mundo que se deforma y que se apaga / en una pálida ceniza vaga / que se parece al sueño y al olvido.”) y del Corazón de las Tinieblas (“Un negro banco de niebla se cernía sobre el horizonte y la tranquila vía fluvial que conducía a los más remotos confines de la tierra fluía sombría bajo un cielo nublado, como si condujera al corazón de una inmensa oscuridad.”).

Así, José Manuel y Pepe Luis cambiaron sus papeles de lector y oidor. Una y otra vez. Hasta la consumación de sus vidas nunca coincidieron ni en la luz ni en las tinieblas, ni en la voz ni en el silencio.

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