jueves. 28.03.2024

Las otras violencias hacia las mujeres: la violencia social

NUEVATRIBUNA.ES - 25.11.2009El maltrato es la causa más común de lesiones o daño en las mujeres, superando a los accidentes automovilísticos, violaciones o robos. Las secuelas de la violencia hacia las mujeres producen altísimos costos al estado y a la sociedad en general. La violencia física es la causa de la cuarta parte de todos los intentos de suicidio realizados por las mujeres.
NUEVATRIBUNA.ES - 25.11.2009

El maltrato es la causa más común de lesiones o daño en las mujeres, superando a los accidentes automovilísticos, violaciones o robos. Las secuelas de la violencia hacia las mujeres producen altísimos costos al estado y a la sociedad en general. La violencia física es la causa de la cuarta parte de todos los intentos de suicidio realizados por las mujeres.

Nuestro país es, sin duda, pionero en la legislación que tiene por objeto garantizar la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. Una legislación que tiene sus dos puntales básicos en Ley Orgánica1/2004 de prevención integral contra la violencia de género y en la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres.

Ambos textos legales parten de un tratamiento integral y multidisciplinar para abordar la desigualdad existente entre hombres y mujeres en la sociedad y que, en su planteamiento extremo da lugar a lo que se viene definiendo como “violencia de género”.

Así, la LO 3/2007 expone que “El pleno reconocimiento de la igualdad formal ante la ley, aun habiendo comportado, sin duda, un paso decisivo, ha resultado ser insuficiente. La violencia de género, la discriminación salarial, la discriminación en las pensiones de viudedad, el mayor desempleo femenino, la todavía escasa presencia de las mujeres en puestos de responsabilidad política, social, cultural y económica, o los problemas de conciliación entre la vida personal, laboral y familiar muestran cómo la igualdad plena, efectiva, entre mujeres y hombres, aquella «perfecta igualdad que no admitiera poder ni privilegio para unos ni incapacidad para otros», en palabras escritas por John Stuart Mill hace casi 140 años, es todavía hoy una tarea pendiente que precisa de nuevos instrumentos jurídicos”.

Por su parte, la LO 1/2004 afirma en su exposición de motivos que “La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión”.

De este modo no se hace sino poner de manifiesto algo que cualquier tipo de actuación, que cualquier tipo de evaluación relativa a la situación de las mujeres debería tener muy en cuenta, a saber, que la igualdad efectiva entre hombres y mujeres es una cuestión compleja, que afecta a diversos aspectos de la realidad social, económica y laboral, y aún dentro de éstos, que está vinculada a múltiples factores, muchos de ellos aparentemente neutros.

En nuestro entorno, los discursos “políticamente correctos” en torno a la igualdad, la proliferación de políticas y medidas gestionadas por gobiernos y agentes de todo signo y cariz, la llamada a actuaciones de carácter “transversal” donde se debería decir “integral”, y, significativamente, las escalofriantes cifras de violencia de género en su versión más extrema, así como el hecho de que el foco de la mirada informativa se centre en los hechos extremos de violencia y de que su tratamiento informativo sea aislado, desencarnado, casuístico, han producido el paradójico efecto de encubrir el hecho mismo de la discriminación, sus causas históricas y estructurales, la gravedad de sus efectos; de atenuar la necesidad de interponer medidas concretas, ajustadas y eficaces para combatir las formas y los mecanismos de discriminación allí donde éstos se producen y para garantizar la efectiva igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres en el acceso y ejercicio de los derechos.

De ahí que sea de vital importancia continuar con un trabajo de desenmascaramiento de las prácticas discriminatorias que continúan anidando en lo cotidiano, que continúan configurando nuestra más inmediata realidad y que por serlo, por ser discriminatorias, constituyen el suelo sobre el que toda violencia se asienta.

Pero también es de vital importancia desenmascarar formas colectivas de violencia; colectivas tanto desde el punto de vista del sujeto que ejerce esa violencia, (y habría que hablar aquí de un sujeto social y, en los más de los casos de un sujeto social que actúa a través de instituciones) como desde el punto de vista de quienes son objeto de dicha violencia, esto es, las mujeres como colectivo.

En los últimos meses estamos asistiendo en directo a una muestra de violencia social contra las mujeres que no está siendo suficientemente respondida ni lo está siendo desde las instancias que debería.

Me refiero a la campaña de la iglesia católica contra la modificación de la legislación relativa a la interrupción voluntaria del embarazo que tiene como objeto hacerla realmente voluntaria, es decir, erradicar la actual tutela policial y profesional que actualmente conforma el marco de decisión, y no la libre elección de las mujeres. En esta campaña hemos visto renacer los más añejos argumentos del poder eclesiástico, como la herejía y la excomunión. Organización masculina donde las haya, la iglesia católica no puede perder ese poderoso mecanismo de control y dominación sobre la mitad de la población y, para ello, se atreve a intentar intimidar mediante amenazas, coaccionando así a los representantes elegidos por la ciudadanía que deben decidir libremente con su voto acerca de los límites legales de una acción privada, que no acerca de sus límites morales.

Y es que la violencia contra las mujeres está socialmente construida y se refuerza socialmente de manera permanente. La banalización de formas de violencia que no se consideran extremas, tales como las imágenes denigrantes de las mujeres, frases hechas de carácter minusvalorativo, estereotipos sexistas que abundan en una percepción de las mujeres como sujetos dependientes, la tutela sobre determinados derechos, como es el caso de la vigente legislación que regula al interrupción voluntaria del embarazo, pero también la ocultación y la negación de las mujeres a través de su invisibilidad, asentada en el uso sexista del lenguaje, en la persistente ausencia de investigaciones que recuperen a las mujeres como sujeto histórico, como sujeto político, como sujeto económico aún cuando no realicen actividades económicamente remuneradas; la insistencia en el cuerpo de la mujer como fetiche, como objeto; también los discursos acerca “del eterno femenino” (taimado, traidor, poco veraz, poco digno de consideración moral) que forma parte de cuentos, leyendas, y, como no, lenguaje publicitario, son elementos estructurales en la arquitectura de la violencia hacia las mujeres.

En la medida en que esto es así, entenderemos que la violencia de género se produce en todas las clases sociales, sin distinción de factores sociales, raciales, económicos, educativos o religiosos, puesto que la violencia de género es posible a partir de un hiato que sitúa a las mujeres como colectivo en una posición de inferioridad con relación a los varones también considerados colectivamente.

La distinta visibilidad de determinados grupos de mujeres maltratadas no puede, por tanto, conducirnos a conclusiones erróneas en el sentido de que sean grupos con una especial incidencia del maltrato: las mujeres maltratadas con menores recursos económicos son más visibles debido a que buscan ayuda en las entidades estatales, figuran, por tanto, en las estadísticas y, en ocasiones, tienen menores inhibiciones para hablar de este problema, en la medida en que lo puedan tener más “normalizado”, es decir, perciban un menor rechazo de su entorno por el hecho de ser maltratadas. Las mujeres con mayores recursos buscan apoyo en el ámbito privado, no figuran en las estadísticas, y pueden ser objeto de una mayor presión hacia la ocultación porque no debemos obviar, tampoco, la pervivencia de la culpabilización social de las víctimas de violencia de género.

Una culpabilización que, por cierto, se ha visto acrecentada a partir de la existencia de la propia Ley y de los distintos mecanismos de carácter policial, jurídico, administrativo, social, incluso de la publicidad institucional, para prevenir el maltrato, o, cuando se produce, para castigarlo, en la medida en que la víctima de malos tratos parece estar obligada socialmente a denunciar y, de no hacerlo, a ser socialmente reprobada por su “falta de coraje o valentía”, rayana en el consentimiento”.

Un argumento bien similar al que exigía que la víctima de una violación se resistiera hasta la muerte para considerar la violación como tal. Se olvida así que en el caso de las víctimas de la violencia de género existen razones psicológicas, sociales, económicas, culturales, religiosas, legales y/o financieras que mantienen a las mujeres dentro de una relación marcada por la violencia.

Y aunque es verdad que el miedo es la razón básica que las hace permanecer en una relación violenta, y que los peores episodios de violencia suceden cuando intentan abandonar a su pareja, y que los maltratadotes tratan de evitar que las mujeres se vayan o rompan la relación a través de amenazas de lastimarlas o matarlas, de lastimar o matar a sus hijos, de matarse ellos o de quedarse con la custodia de los hijos, no debemos olvidar que la violencia tiene siempre componentes de violencia psicológica, merced a los cuales se produce una importantísima indefensión aprendida por parte de la víctima, que acaba por creer que “merece” los malos tratos, que no es capaz de vivir sola, etcétera. Y es que hay que subrayar que el abuso psíquico, emocional y sexual generalmente son anteriores a los golpes y continúan aún cuando éstos se hayan detenido.

De este modo, las mujeres maltratadas sienten miedo, sí, pero también ansiedad, indefensión, ira y vergüenza. Suelen haber desarrollado una muy pobre autoestima debido a los constantes insultos y desvalorización por parte de su maltratador que lo es, por tanto, aún antes de haberle puesto la mano encima; habitualmente es aislada por él y ha perdido contacto con amigos y familia que la permitan “resituarse” o interpretarse como víctima en ese tipo de relación y suele tener miedo a ser culpabilizada por la violencia de la que ha sido víctima. La violencia emocional produce secuelas tan severas que muchas veces se diagnostican psicopatologías graves como consecuencia del maltrato. De ahí que la mayor parte de las mujeres que denuncia lo haga después de haber padecido un promedio de 7 años de violencia.

Porque, efectivamente, el maltrato rara vez es un hecho aislado. En realidad el maltrato generalmente se produce como una escalada en frecuencia e intensidad, con el agravante de tener un comienzo insidioso que la víctima no identifica al principio como maltrato, sino como rasgos de una personalidad posesiva, celos, manías, o, en todo caso, “escenas” que se pueden corregir con el tiempo.

Pero, como decíamos, no se trata tan sólo de que el maltrato no sea, sino rara vez un hecho aislado: es que tampoco es un hecho individual.

El maltrato es un crimen de abuso, poder y control: la violencia funciona como un mecanismo de control social de las mujeres y sirve para reproducir y mantener el status quo de la dominación masculina, transmitiéndose a través patrones de conducta aprendidos, de generación a generación y socialmente sancionados. Las mismas normas sociales minimizan el daño producido y justifican la actuación violenta del maltratador atribuyéndola a trastornos psicológicos (más o menos transitorios) de éste o, incluso, de la mujer.

El modelo de conducta sexual condicionado por los roles de género también favorecen en algunos casos la existencia de una actitud violenta contra la mujer al tratarse de un modelo androcéntrico. Existen una serie de factores que favorecen esta agresividad, entre los que se encuentran los patrones de hipermasculinidad, y los modelos sexuales existentes, que contienen una tensión intrínseca entre hombres y mujeres, la valoración social de la relación sentimental y duradera vinculada a la sexualidad, el propio concepto de familia y los roles asociados a ésta, el concepto exacerbado de “privacidad”, crean la posibilidad o las condiciones que pueden desembocar en una situación de violencia hacia las mujeres.

Por el contrario, el alcohol, tantas veces esgrimido como causante o precipitante del maltrato, debe ser considerado de forma general como desinhibidor y de forma particular como excusa para el agresor y como elemento para justificar la conducta de este por parte de la víctima, en un contexto socio-cultural que minimiza la agresión y justifica o trata de comprender más al agresor que a la víctima.

De ahí que insistir en la denuncia de los malos tratos (normalmente físicos, puesto que los psíquicos son mas difíciles de detectar), es importante, pero escaso.

Las mujeres no provocan ni merecen el maltrato, no provocan ni merecen ser víctimas, mortales en el extremo, de la violencia que los hombres ejercen contra ellas. Las mujeres merecen una vida libre, una vida segura, una vida no sometida a través de los distintos mecanismos de violencia y coacción que se ejercen contra ellas.

Incidir en la educación, en los medios de comunicación, en los mensajes publicitarios, en actitudes cotidianas de minusvaloración femenina; no querer ocultar, ennoblecer e incluso dignificar actividades o actitudes que son en sí mismas una agresión o proceden de una agresión; no ocultar, no negar, no justificar, son elementos determinantes para erradicar esta lacra social que maltrata a las mujeres en sus cuerpos y en sus mentes, menoscaba su integridad física y psíquica, y perpetúa su situación de dominación.

Elvira S. Llopis - Vicepresidenta Fundación 1º de Mayo.

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