jueves. 25.04.2024

La transición no ha llegado a la justicia

No sé si existe un club de seguidores de Baltasar Garzón, pero nunca me inscribiría. Sus méritos profesionales son indudables y su hoja de servicios al Estado es muy notable. Pero entiendo que hay ciertos cometidos cuyo desempeño eficaz y socialmente didáctico resulta incompatible con el afán de notoriedad y el personalismo excesivo.

No sé si existe un club de seguidores de Baltasar Garzón, pero nunca me inscribiría. Sus méritos profesionales son indudables y su hoja de servicios al Estado es muy notable. Pero entiendo que hay ciertos cometidos cuyo desempeño eficaz y socialmente didáctico resulta incompatible con el afán de notoriedad y el personalismo excesivo. Ahora bien, una cosa es mantener una valoración crítica sobre el comportamiento de un personaje público, y otra bien distinta es callar ante la caza al hombre que la extrema derecha judicial ha emprendido contra este magistrado de la Audiencia Nacional.

En la política, como en la vida, las cosas suelen ser lo que parecen. Y más allá del obligado respeto por las resoluciones judiciales y de la confianza que hemos de depositar obligadamente en sus procesos de decisión, las causas abiertas contra Garzón por sus compañeros del Tribunal Supremo parecen una persecución política en toda regla. Quienes persiguen con saña a este juez se justifican en el cumplimiento de la ley y la salvaguarda de los derechos de presuntos delincuentes, pero cualquier análisis que prescinda de ingenuidades puede identificar con rapidez los dos objetivos que parecen guiar cada uno de sus pasos: favorecer a los imputados en el caso Gürtel y demostrar quién manda en la Justicia española.

Los casos por los que se juzga a Garzón son tres, con una simultaneidad perfectamente medida. Se le acusa de prevaricación y de vulneración de derechos fundamentales por autorizar unas escuchas en el esclarecimiento de uno de los mayores casos de corrupción de nuestra historia reciente, el famoso Gürtel. Existían indicios de que los detenidos podían transmitir instrucciones a través de sus defensas para alterar pruebas. La ley ampara las escuchas, incluso con abogados presentes. Existen precedentes para aburrir. El juez que instruye el caso en Madrid las respalda, al igual que lo hace el Ministerio Fiscal. Pero los perseguidores de Garzón ignoran estas razones y parecen amparar las estrategias orquestadas por los presuntos delincuentes para anular la investigación judicial.

Persiguen a Garzón también por una presunta extralimitación en las investigaciones de los crímenes del franquismo. Tal investigación se instó desde las entidades que agrupan a las víctimas de la dictadura cuyos familiares aún reposan bajo las cunetas y las tapias de los cementerios en muchas ciudades de España. Y los legos en derecho procesal tenemos que respetar las consideraciones que se hagan sobre la pertinencia de tal o cual actuación concreta del magistrado. Incluso aunque tales consideraciones se hagan a instancias de nostálgicos del franquismo criminal. Sin embargo, resulta un sarcasmo difícilmente soportable el hecho de que la conclusión de aquella investigación haya quedado en la confirmación de la impunidad para los asesinos, en la imposibilidad real para enterrar con dignidad a sus víctimas, y en la suspensión del juez que se atrevió a abrir el proceso.

Y, por si no basta con hundirle en lo profesional, quieren acabar también con su prestigio personal, atacando su integridad y su honestidad. Porque le acusan de favorecer con sus resoluciones a ciertos prohombres de dinero a cambio de unas monedas. El juez cobra por unos cursos en una universidad americana que, al parecer, se financia en parte gracias a las aportaciones de empresas privadas, involucradas a su vez en sumarios en los que aquél ha tenido que ver. Muy, muy rebuscado. De poco ha servido que los banqueros negaran el cohecho, que la universidad garantizara el comportamiento impecable de su profesor invitado, y que no hubiera prueba alguna para sostener una acusación tan tremenda. Tiene toda la pinta de un montaje, burdo además. Si Garzón hubiera querido dinero, digo yo que habría maneras más discretas y menos alambicadas para obtenerlo.

Van a por él. Con todo. Está claro. Las acusaciones son tan artificiosas como malévolas. El orden de los juicios parece formar parte de la farsa. Primero, Gürtel, para aliviar con urgencia a los encausados y desacreditar al juez. Después, la Memoria Histórica, para sentar en el banquillo a un juez ya condenado. Y, por último, la puntilla del descrédito personal. Le niegan la práctica de pruebas imprescindibles para montar su defensa, como la audición de las escuchas ordenadas en prisión. Y se le somete a un juicio paralelo en los medios de extrema derecha, en los que la condena lleva meses dictada, incluyendo el garrote del escarnio público.

La confianza de los ciudadanos en la imparcialidad de la Justicia española nunca fue muy notoria, pero esta persecución política a un juez conocido y reconocido en la lucha contra el terrorismo y la corrupción va a hacer mucho daño. También será muy considerable el descrédito que nuestra Justicia acumulará en el escenario jurídico internacional cuando la condena que ya tienen decidida sea finalmente publicada. Este país se ha permitido dar lecciones de defensa de la legalidad y los derechos humanos por todo el mundo, en la aplicación de la jurisdicción universal, por ejemplo, y el primer intento serio de amparar a las víctimas de su más reciente dictador ha acabado con la expulsión de la carrera judicial para su autor.

Y lo van a conseguir. Condenarán a Garzón. Darán ventajas a los corruptos del Gürtel. Enterrarán cualquier intento en clave judicial para devolver dignidad a las víctimas del franquismo. Y demostrarán que la Transición ha podido llegar a la política, a la sociedad o hasta al Ejército. Pero la Transición Democrática todavía no ha llegado a la Justicia. Aquí aún mandan ellos.

La transición no ha llegado a la justicia
Comentarios