martes. 19.03.2024

La radicalización del espacio geopolítico europeo

A finales de la década pasada, la aparición de la crisis financiera actual incidió en un debate abierto desde hacía años relacionado con la posibilidad de un cambio hegemónico a nivel mundial. Se concebía entonces que, con permiso de las potencias emergentes y en detrimento de los EEUU, la Europa comunitaria podía convertirse en el nuevo líder hegemónico por su fuerte peso económico y político.

A finales de la década pasada, la aparición de la crisis financiera actual incidió en un debate abierto desde hacía años relacionado con la posibilidad de un cambio hegemónico a nivel mundial. Se concebía entonces que, con permiso de las potencias emergentes y en detrimento de los EEUU, la Europa comunitaria podía convertirse en el nuevo líder hegemónico por su fuerte peso económico y político. Mostraba además, a pesar de las desigualdades regionales existentes, una economía competitiva por sectores, un desarrollo complementario basado en criterios de solidaridad interregional, una industria competitiva, unas estructuras sociales solidarias con unos Estados de Bienestarde gran tradición y altas cotas de sensibilidad medioambiental liderando todas las políticas y protocolos de actuación medioambientales.

Los países europeos parecían haber conseguido superar sus diferencias históricas y habían acordado la creación de un modelo unido, sólido y cohesionado, basado en criterios de complementariedad y solidaridad interregional, el cual permitía incrementar tanto su competitividad como sus cuotas de mercado. De esta forma, Europa ejercía prácticamente desde su fundación un poder centrípeto que se veía ratificado en sus diferentes países, salvo excepciones puntuales, con la firma sucesiva de acuerdos y tratados en pro de la unión de un mercado único.

Sin embargo, la llegada de la crisis financiera y económica a Europa amenaza con romper las buenas pretensiones y el régimen de esta unión. Casi sin tiempo a asimilarlo, se vuelve a hacer patente la Europa de las dos velocidades, tan próximas y tan alejadas en sus modelos socioeconómicos. Por una parte, la Europa del Norte o de la primera velocidad, liderada por el eje franco-alemán, ejerce de juez. El gobierno alemán opta por unas políticas keynesianas extremas que intentan limitar el crédito en función del cumplimiento de unos determinados objetivos de déficit, variables en relación al PIB de cada país y/o región. Por otra parte, los países del Sur, que habían conocido fuertes índices de crecimiento económico durante la década previa a la crisis, alcanzan altísimos niveles de deuda con grandes dificultades para refinanciarla en los mercados. Se conforma así la Europa de la segunda velocidad, constituida por un grupo de países (los PIIGS), que entra en una dinámica de decrecimiento económico debido a la imposición de unas políticas de austeridad, la no fluencia del crédito, unas economías especulativas y a su propia fama histórica de países con altos niveles de corrupción política. Estos países caen así en una espiral negativa debido a una pérdida de confianza tanto de carácter externo (mercados y resto de países) como interno (respecto a las sociedades de sus propios países).

Europa inicia, de esta forma, un proceso centrífugo de pérdida de poder político hacia una serie de países, que pasan a marcar la agenda financiera de los países del Sur. La Europa de la primera velocidad traslada a sus sociedades los intereses de sus empresas y se erigen como guías (y salvadores) de los países del Sur en una hoja de ruta político-económica que ellos mismos marcan. Dada la limitación de sus políticas y los propios conflictos sociales de carácter interno que padecen, se observa en estos países un rebrote del voto nacionalista hacia partidos de derecha radical, los cuales critican la “solidaridad” de las políticas comunitarias con los países del Sur.

La recuperación de soberanía nacional surge como un intento de volver al pasado, a unos modelos políticos más próximos a las sociedades y más ajenos a los mercados. Se produce un fuerte incremento de la presencia y peso de partidos euroescépticos y/o anti-europeístas, aunque con perspectivas muy diferentes: por una parte los partidos de extrema-izquierda que intentan romper con las cadenas del mercado neoliberal y, por otra, los partidos de ultraderecha que apelan a su identidad en clave de patriotismo y orgullo nacional. Se produce así una polarización de la actividad política, común tanto a las dos Europas y que hemos visto en Grecia pero también en los países más ricos como Francia o Finlandia. En este contexto de polarización de la política nacional, los partidos tradicionales intentan adaptar sus discursos y entran en la contradicción de perder su espacio político en pro de posturas más radicales.

Por consiguiente, se origina un proceso de inversión de poder en el que Europa únicamente se conforma como un gran mercado, pero no como el principal órgano decisor. Su propuesta de federalización del territorio en base a su figura propia (las euro-regiones) apenas tienen peso más allá del simbólico, haciéndose cada vez más patente la pérdida de poder central y el mayor peso político de sus dos grandes potencias, Alemania y Francia.

Nos encontramos así en una situación paradójica en la que se apela al sentimiento europeísta para los mercados y al orgullo nacional, con más arraigo en las respectivas sociedades, para la aceptación de sacrificios sociales. Sin embargo, no hay ni rastro de políticas económicas solidarias como serían esperables en una Unión Europea real. Todo ello puede llevar al fin del modelo geopolítico europeo tal cual lo hemos conocido debido a un fuerte proceso interno de descohesión político-territorial.

La radicalización del espacio geopolítico europeo
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