sábado. 20.04.2024

La guerra en tres cuadros

A raíz de la muerte de Jorge Semprún se han escrito muchas crónicas exaltando y reconociendo la vida y la obra del resistente contra el nazismo y el franquismo, su participación en uno de los gobiernos de Felipe González y su obra literaria. Y en uno de estos artículos necrológicos de Francisco Calvo Serraller se ha podido contemplar en un diario tres cuadros, tres obras maestras, que representan la guerra y sus horrores.

A raíz de la muerte de Jorge Semprún se han escrito muchas crónicas exaltando y reconociendo la vida y la obra del resistente contra el nazismo y el franquismo, su participación en uno de los gobiernos de Felipe González y su obra literaria. Y en uno de estos artículos necrológicos de Francisco Calvo Serraller se ha podido contemplar en un diario tres cuadros, tres obras maestras, que representan la guerra y sus horrores. Todos las conocemos por separado: son La rendición de Breda –conocida también más popularmente como Las Lanzas-, El tres de mayo de 1808 –conocida también abreviadamente como Los fusilamientos– y el Guernica. Los tres cuadros representan a su vez momentos importantes de la Historia de España: el de Velázquez es el paradigma de la guerra de Flandes, el de la conquista de Breda en 1621; la obra de Goya corresponde a la respuesta de una parte de la población española –la de más baja condición y no precisamente la de la burguesía de la época- a la entrada de las tropas de Napoleón bajo el pretexto de ayudar al ejército español a la conquista de Portugal; por último, el lienzo de Picasso es un alegato contra la guerra in-civil española y su horror pintado en 1937 por encargo de la II República para la Exposición de Paris del mismo año.

Vistos por separado, de los tres cuadros quizá no se pueda evitar entrar en la altísima valoración estética que nos merece, y ello con razón y justeza, pero vistos juntos, mueve a la meditación de la guerra, su horror y, también, su transformación a lo largo de los siglos. Al menos a lo largo de los 4 siglos que van del primero al último. En el cuadro del pintor sevillano contemplamos a los dos ejércitos, vencedor y vencido, casi en pie de igualdad, reconociendo el general vencedor (Ambrosio de Spinola) al vencido (Mauricio de Nassau) su heroicidad en la defensa de la ciudad. El vencedor impide al vencido la humillación y posa su brazo derecho sobre el hombro del vencido para impedir que se arrodille. En cambio, cuando saltamos dos siglos y llegamos al cuadro de Goya, ya sólo aparece un ejército: el vencedor, es decir, las tropas de Napoleón. Los soldados del corso dan la espalda al espectador y en ningún momento vemos sus caras: ese ejército se ha convertido en una máquina de matar sin rostro. Aquí los vencidos no son otro ejército regular con sus armas y bagajes, sino el pueblo llano que se ha revelado contra la invasión. Y no hay rendición ni trato digno, sino simple fusilamiento, simple venganza del vencedor. Por último, en el cuadro del malagueño, pintado 130 años después de el de Goya, han desaparecido los ejércitos. Ahí está la población civil representada por una mujer con su hijo muerto, un hombre que levanta los brazos ante los destructivo del bombardeo, un soldado también muerto, destrozado, una mujer que arrastra una pierna fuera del cuerpo, un caballo herido y atravesado por una lanza y la cabeza de un toro. Representa, en definitiva, al pueblo y los seres vivos de los que se sirve y se alimenta. No hay vencedores, los verdugos no aparecen y los protagonistas son sólo las víctimas. Y no es que la historia de la guerra y sus consecuencias haya cambiado en su esencia a lo largo de la historia, pero si lo ha hecho su representación, sus imágenes.

El último paso, el último escalón de ese descenso a los infiernos es precisamente la negación de la imagen en el momento actual. El sufrimiento no importa, pero lo que se hace insufrible es su imagen, la cara de sus víctimas. Del mayor atentando de la historia, del crimen mayor jamás cometido, sólo hemos visto las dos ciudades destruidos en los cientos de reportajes que se han hecho, pero apenas se han visto a sus víctimas. Me refiero a Hiroshima y Nagasaki en 1945. De la guerra del Vietnam algunas salieron a la luz y eso le obligó –afortunadamente– a Gerald Ford, presidente de USA, a dar la orden de retirada a sus tropas del país asiático en 1975. Pero la lección fue aprendida y de la guerra del Golfo ya no vimos nada: sólo puntos, píxeles, imágenes de ordenador que no se pueden distinguir de un juego de play-station. Del atentado a las Torres Gemelas nunca vimos cadáveres. De Irak, nada; del genocidio de Faluya, el silencio; del campo de concentración de Gaza, a cuenta gotas. Los victimarios han decidido que las victimas no pueden ser protagonistas de las guerras porque eso las hace imposibles. La guerra es incompatible con la verdad. A medida que se ha avanzado en la capacidad destructiva de las armas, en el genocidio, las victimas ya no son reales sino virtuales; suponemos que existen, pero sólo merecen el recuento, carne de estadística. Estos tres cuadros juntos representan el camino a los infiernos de la representación y ahora nos han vuelto la hoja y los verdugos, convertidos en prestidigitadores, han hecho desparecer a las víctimas; ahora el recorrido es el inverso: del horror de la representación a la noticia, y de la noticia a lo noticiable, es decir, la primacía del negocio a lo que pasa, de la historia a lo periodístico. Las víctimas ya no son noticia. Ahora ningún pintor podría pintar la guerra porque carecería de imágenes reales.

La guerra en tres cuadros
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