jueves. 25.04.2024

La divisoria Garzón

NUEVATRIBUNA.ES - 19.4.2010Tanto se dice sobre el acoso a Garzón que es difícil separar el trigo de la paja, pero lo fundamental es eso, que nadie duda de que hay acoso: unos lo ven con preocupación y rabia, otros con satisfacción, y hasta hay quien se debate con su conciencia, sin saber si enfadarse o alegrarse con este ajuste de cuentas.
NUEVATRIBUNA.ES - 19.4.2010

Tanto se dice sobre el acoso a Garzón que es difícil separar el trigo de la paja, pero lo fundamental es eso, que nadie duda de que hay acoso: unos lo ven con preocupación y rabia, otros con satisfacción, y hasta hay quien se debate con su conciencia, sin saber si enfadarse o alegrarse con este ajuste de cuentas. Pero sería bueno reflexionar sobre por qué ahora surge una disputa que va unida a las opiniones sobre la memoria de la guerra civil, del franquismo, del antifranquismo y de la Transición. Y por qué con tanta vehemencia. Porque lo que acontece, con independencia del resultado del juicio, marca una divisoria. Las apelaciones tranquilizadoras servirán de poco, y más vale que sepamos dónde estamos, por ver si se pueden reducir los daños. Yo opto: juzgar por prevaricación a Garzón por su intento de esclarecer los crímenes franquistas, a instancias de organizaciones cómplices de esos crímenes, me parece tan contradictorio con la democracia que tengo que concluir que algo se ha hecho torticeramente, y que ello no es la acción de Garzón. Y sí las decisiones calculadas de personas o grupos ideológicos que prefieren defender sus intereses y sus rencores antes que a la propia democracia.

La cuestión de fondo es la incapacidad colectiva por lidiar con la memoria atormentada, con los muertos, con la represión acumulada y, también, con la negación de los debidos honores a los que, luchando contra la dictadura, defendieron la democracia que disfrutamos, que, al privarse de esos antecedente, al renunciar a “sus” muertos y represaliados y a ensalzar la dignidad de los que la buscaron, nació sin un sustento moral que es muy valioso en otros países. No creo que la Transición se hiciera mal: fue un hecho político complejo que requirió de mucha habilidad y, posiblemente, cosas que hoy se perciben como “cesiones” tuvieron que producirse, pues, de lo contrario, por ausencia de realismo, también se hubiera privado de sentido el sacrificio de muchos. Eso no significa, como se nos dice continuamente, que en aquel pacto democrático “todos” renunciaron por igual, porque, al menos, hay que reconocer que unos tuvieron que ceder bastante más que otros. Por eso, siendo de ensalzar la idea de “reconciliación”, también es verdad que aquella forma de reconciliación hoy está agotada. No nos espantemos, aceptemos que el arraigo de la democracia hace que nuevas circunstancias nos permiten aspirar a una nueva reconciliación, que integre a las víctimas del franquismo y a los luchadores antifranquistas. Porque hoy ya no debería haber miedo, porque no nos amenazan los tanques. Lo grave es si alguien siente que nos siguen amenazando fuerzas oscuras, que cambian sables por togas.

La reconciliación de la Transición se pudo mantener no sólo por el miedo, sino por el elevado consenso y orgullo que produjo durante lustros. Pero eso ha cambiado. ¿Por qué? Aparte de los crecientes conocimientos históricos, creo que fueron decisivos algunos acontecimientos que provocaron que partes significativas de la sociedad dudaran de la supremacía moral absoluta de un sistema que permitió la Guerra de Irak o las mentiras sobre los atentados de Atocha. Igualmente, los españoles nos acostumbramos a imaginar que vivíamos en un refulgente castillo, lleno de comodidades y prestigio, aunque unos pocos habitaran la parte noble y una mayoría salas menos aparentes, aunque hasta esos podían jugar con ambiciones de nuevo rico. Mas hemos ido descubriendo que no era así, y que esa sociedad del triunfo había perdido sustancia ética, atacada por las alegrías de los negociantes, por la estupidez acumulada en los sistemas de cultura de masas y por la corrupción. La expulsión de la ética de la política, alimentada por muchos y no combatida con fuerza por nadie –me refiero a los partidos principales- ha dejado un vacío que busca colmarse. Porque claman algunos contra las injerencias en la independencia judicial, pero ¿dónde estaban mientras se hundía el crédito del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional?, ¿dónde cuando se cuestionaba el proceso del 11-m?, ¿dónde cuando los jueces más que amigos absuelven sin instrucción a los poderosos?, ¿dónde cuando la judicatura en masa ha olvidado que la cláusula de “Estado social”, que busca la igualdad, debe ser un criterio interpretativo relevante?, ¿dónde cuándo los bailes de jueces y fiscales impiden cerrar procedimientos contra Fabra?, ¿dónde cuando los españoles vuelven a creer que los ricos y corruptos pueden salir mejor parados de los juicios que los pobres y honestos?

Y es que a la hora de hablar de independencia no sólo hay que atribuirla al Poder Judicial, sino que es defendible de todo poder del Estado y hay fundadas sospechas de que la autonomía de los poderes políticos está menoscabada por los poderes económicos y por el sectarismo partidario que también arrastra a una judicatura corporativa y de estrechas miras. No es extraño que ahora hayamos recordado que en los sótanos del castillo, que se vuelve lúgubre por momentos, habitan miles de fantasmas. En este momento, en toda España, la causa de la memoria histórica, con todas sus contradicciones, es la que reúne mayor empuje moral, estando por encima de partidos, agrupando transversalmente a personas de diversas generaciones y culturas políticas: es, pues, un impulso cívico irrenunciable. El caso Garzón ha polarizado la cuestión: ya no podemos mirar para otro lado. Desde luego no hay que confundir el Derecho con la moral –eso es lo que hacen los corruptos que se aferran al cargo hasta ser condenados-, pero tampoco tendrá legitimidad perdurable un Derecho que renuncie a integrar una ética razonable, ni una democracia que dimita de la ética en materias fundamentales. Algunos –incluidos terroristas y mafiosos- se alegrarían si se apagara la estrella de Garzón, mientras otros sólo confían en esa estrella para hacer Justicia. ¿Qué sociedad sería mejor, qué democracia tendría mejor calidad: la que siga basándose en el olvido imposible o la que intente esa nueva y completa reconciliación?

Manuel Alcaraz Ramos es Profesor Titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Alicante y Director de Extensión Universitaria y Cultura para dicha ciudad. Ha militado en varias formaciones de izquierda y fue Concejal de Cultura y Diputado a Cortes Generales.

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