jueves. 25.04.2024

La cultura democrática del PP

NUEVATRIBUNA.ES - 3.6.2009 El Presidente de la Diputación de Valencia pide “rematar” a profesores díscolos. El de la de Castelló insulta a fiscales –ya lo hizo Alperi- ignorando su función de defensores de la legalidad, acusándoles de ser instrumentos del Gobierno. El de la de Alicante demanda encarcelar a algunos periodistas –aunque se disculpara, quedaba dicha su intención-.
NUEVATRIBUNA.ES - 3.6.2009

El Presidente de la Diputación de Valencia pide “rematar” a profesores díscolos. El de la de Castelló insulta a fiscales –ya lo hizo Alperi- ignorando su función de defensores de la legalidad, acusándoles de ser instrumentos del Gobierno. El de la de Alicante demanda encarcelar a algunos periodistas –aunque se disculpara, quedaba dicha su intención-. El del PP confunde Poder Judicial con Inquisición. El de la Generalitat considera las muestras de lealtad inquebrantable como prueba de inocencia. ¿Podemos deducir algo de todo ello? Sí: que merece la pena reflexionar sobre la consideración de la democracia que tiene la derecha española.

Ésta nunca ha elaborado una teoría democrática mínimamente consistente, porque en nuestra historia la derecha nunca ha sido demócrata. A lo sumo ha sido “liberal”. Y, casi siempre, de un liberalismo conservador. La derecha hubo de “aceptar” la nueva democracia y si algunos dirigentes del PP hicieron sus prácticas políticas en la UCD, no es menos cierto que, en general, se alinearon en sus facciones más duras, menos comprometidas con el cambio que con facilitar la emergencia de nuevas élites post-franquistas. Lo que, por cierto, estuvo en la base de la crisis de UCD y de la dimisión de Suárez. Al fin y al cabo acabaron casi todos refundando el PP, o sea, que buscaron cobijo en la herencia de una AP que, en buena parte, se opuso a la Constitución e intentó ralentizar la Transición. El patrimonio ideológico de estos sectores, aparte de esperar el socorro de la Iglesia, ha sido el “liberalismo trivial”, basado en un principio tan sencillo como primitivo: “que cada cuál haga lo que quiera”, remitiendo al presunto protagonismo de la sociedad civil. Ahora bien, esa premisa liberal siempre ha tenido dos límites. El primero es que obvia las desigualdades sociales, de tal manera que en el pensamiento del PP ha ido asentándose la idea de que esa sociedad civil, sobre todo, son los empresarios bien situados: aquí el liberalismo funciona a la perfección, pues basta con eliminar límites para que la libertad florezca… con su séquito de codicia y corrupción, es cierto, lo que no parece preocupar al PP. El otro límite es más sutil: hay una “estructura de normalidad” que, en la práctica, deja fuera de juego a las expresiones de la sociedad civil que no acepten la misma visión ultraliberal, por lo que pueden descalificarse como radicales, utópicas, antipatrióticas, etc.: libertad sí, libertinaje no.

Llevado esto al terreno político significa que la derecha española practica, en el mejor de los casos, una “democracia débil”. Entiendo por tal la que se quiere privada de valores colectivos –lo que es compatible con tratar de imponer coactivamente los principios católicos-, quedando reducida a mecanismo para la selección de dirigentes institucionales. Basta que la alternancia esté garantizada para que el régimen se considere democrático. Por supuesto no hay problemas en pedir el respeto a los derechos constitucionales… salvo si su ejercicio afecta al desempeño del gobierno. Por eso, en las actuales circunstancias, vemos el galopante deterioro de la democracia valenciana, por ejemplo. Y es que en la visión de la democracia del PP el Parlamento tiene un valor relativo: es una máquina para dar legitimidad a las leyes, pero pierde su validez si pretende controlar al Ejecutivo. Y es que la visión de la derecha, que aparece tras la maraña de gestos, actos y palabras mendaces es la de un “presidencialismo plebiscitario”. En efecto: para el PP los ciudadanos votan cuando está previsto y su voto es una legitimación a priori de todas las actuaciones de quien obtenga mayoría. En ese esquema queda justificada la opacidad, la dispersión de intereses o la restricción de derechos. Sólo subsiste un mecanismo de responsabilidad política: la derrota en unas próximas elecciones. La ética política pierde sentido: sólo la sentencia judicial, ineludible y formal, puede limitar tal caudillismo democrático.

El edificio, sólidamente decimonónico, es muy autoritario pues conduce a altas cuotas de irresponsabilidad concreta –el elector enjuicia el conjunto de los actos del Gobierno, no cada uno de ellos- y de arbitrariedad. La responsabilidad, por lo demás, se difumina en un sistema de listas cerradas y bloqueadas y se limita a través de mecanismos de manipulación activa como el control de medios de comunicación o el clientelismo. Todo eso, que causa repugnancia en otros lugares, se admite aquí como normal. Y no es extraño que encuentre apoyos sociales: al fin y al cabo muchos votantes han sido socializados políticamente en un sistema de creencias que coincide con el del PP. Y tanto más cuando la izquierda tampoco ha hecho, desde hace años, esfuerzos por difundir una pedagogía alternativa. Más difícil será en los tiempos de incertidumbre actuales convencer a muchos de que es mejor, para salir de la crisis económica y moral, regenerar la democracia incrementando su capacidad de aportar sentido a la convivencia.

No es, pues, que el PP sea neofranquista y que por ello le cueste aceptar la recuperación de la memoria histórica: lo que sucede es que intuye que ese reconocimiento puede robustecer la cultura cívica alternativa, mientras que la derecha no está ni preparada ni dispuesta a declararse heredera de las auténticas batallas por la libertad y por una democracia cargada de sentido. Los críticos, sean partidos en la oposición, intelectuales, periodistas u organizadores de movimientos cívicos, harían bien en comprender todo esto para no quedarse en exclamaciones: sólo un trabajo persistente de explicación y de presentación de opciones podrá alterar este estado de cosas. Dicho de otra manera: quizá fuera bueno que el votante supiera, y creyera, que votando contra el PP no sólo vota por otras “políticas” sino, también, por otras formas de hacer política.

Manuel Alcaraz Ramos es Profesor Titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Alicante y Director de Extensión Universitaria y Cultura para dicha ciudad. Ha militado en varias formaciones de izquierda y fue Concejal de Cultura y Diputado a Cortes Generales.

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