miércoles. 24.04.2024

La cultura del paro

En el muy ameno libro de Florencio Idoate, titulado Rincones de la Historia Navarra, se da cuenta de que, en el año 1744, reunidas en Tudela, las Cortes solicitaron a Su Majestad, que intercediera ante Su Santidad para que “hubiera una prudente y cristiana reforma de los días festivos, dado que en el Reino existían excesivas fiestas”. El motivo de dicha petición era que los jornaleros necesitaban de su trabajo diario para su sustento.

En el muy ameno libro de Florencio Idoate, titulado Rincones de la Historia Navarra, se da cuenta de que, en el año 1744, reunidas en Tudela, las Cortes solicitaron a Su Majestad, que intercediera ante Su Santidad para que “hubiera una prudente y cristiana reforma de los días festivos, dado que en el Reino existían excesivas fiestas”. El motivo de dicha petición era que los jornaleros necesitaban de su trabajo diario para su sustento. Tal solicitud fue atendida y redujeron las fiestas de precepto, de obligado cumplimiento.

Mucho ha llovido en estos casi trecientos años. La Iglesia Católica ya no es la competente en el establecimiento del calendario laboral. Asimismo, los sistemas de protección social han paliado los efectos devastadores de no tener empleo. Pero el cambio más relevante experimentado en este tiempo es que el trabajo ha pasado a convertirse en uno de los elementos de mayor socialización que tienen las personas.

Trabajar es la actividad humana por excelencia. Ocupa un tercio de tu vida y da sentido al resto. Determina pautas culturales, costumbres y hábitos. Es el eje que conforma la vida cotidiana. Es la relación social más definitoria de la cultura y de las costumbres. Mediante el trabajo los individuos se incorporan a la sociedad, establecen redes y grupos sociales; en algunos casos encuentran pareja, se adaptan a reglas y normas, se habitúan a determinados horarios… En definitiva, es algo más que un instrumento para ingresar un dinero, supone una referencia cultural, de valores, de primer orden.

En ese tenor, la falta de trabajo no sólo supone una pérdida de poder adquisitivo, también un peligro de exclusión y marginación social. Colectivos de parados estructurales y colectivos de jóvenes que apenas han trabajado alguna vez son objeto de ello. No es de extrañar que el Fondo Monetario Internacional advirtiera al Reino de España del peligro de “perder generaciones enteras”, dada la alta tasa de paro juvenil. En la crisis de principios del noventa del siglo pasado realicé un estudio sobre el paro juvenil. En un grupo de discusión con jóvenes en paro, uno de esos jóvenes relatando su vida cotidiana afirmó: Me pongo el punto de dormir; así en mi casa no me dan la vara. Es decir, ese joven prefería levantarse lo más tarde posible con el fin de evitar la presión familiar; prefería dormir, efecto narcótico, a vivir su realidad.

Otro factor a tener en cuenta es la situación de miles de chavales en los que sus padres están en paro, o al menos uno de ellos. Estos chavales se escolarizan, acuden a clase con otros donde la situación laboral de la familia es más benigna. En una sociedad de consumo como la que vivimos, en la que los más jóvenes son más vulnerables a la misma, basta imaginar las desequilibradas situaciones que se producirán. Ordenadores, WIFI, vacaciones, ocio, ropa…en fin numerosos objetos de consumo actuarán como segregadores, diferenciadores, de chavales en la misma aula.

En definitiva, la actual y persistente falta masiva de empleo es algo más que un mero problema económico para las cuentas públicas o privadas. Presenta también una importante dimensión en cuanto a socialización e integración social. Si no hay trabajo para todos y todas, éste no puede ser el socializador por excelencia. Si para mucha gente un tercio de su vida se encuentra sin sentido tendrá que encauzarla de otra forma. Por ello, es preciso avanzar hacia otro modelo social, otro modelo productivo y otro modelo de valores. Entre estas alternativas, se encuentra la de trabajar menos para trabajar todos.

La cultura del paro
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