martes. 19.03.2024

La austeridad alemana, entre el dogma y el ajuste de cuentas. Grecia como paradigma

Para un amplio sector de la opinión pública y de los analistas económicos y financieros, resulta incomprensible la intransigencia de Angela Merkel, canciller de Alemania, al imponer al resto de sus socios de la Unión Europea, con la excepción del Reino Unido y de la República Checa, que se han negado a pasar por el aro, un nuevo Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria (Pacto Fiscal).

Para un amplio sector de la opinión pública y de los analistas económicos y financieros, resulta incomprensible la intransigencia de Angela Merkel, canciller de Alemania, al imponer al resto de sus socios de la Unión Europea, con la excepción del Reino Unido y de la República Checa, que se han negado a pasar por el aro, un nuevo Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria (Pacto Fiscal). En esta ocasión, el continente no ha quedado aislado, gracias al puente checo. Resumiendo, el pacto obliga a que los presupuestos de las administraciones públicas estén equilibrados o  tengan superávit, bajo pena de la imposición de importantes sanciones económicas a los discípulos del magisterio alemán remolones y poco aplicados. Se da un margen de hasta el 0,5% del PIB, por razones estructurales. Han sido muy ilustrativos algunos episodios de los prolegómenos del Pacto Fiscal. En la discusión que ha precedido, acompañado y seguido a la preparación del documento, firmado el 2 de marzo de 2012, para su ratificación y refrendo en algunos casos (Irlanda), muchos y prestigiosos profesionales, incluidos los premios Nobel Stiglitz y Krugman, han destacado el contrasentido que supone la aplicación de lo que se ha dado en llamar eufemísticamente políticas de austeridad, estando en un contexto de fuerte contracción de la actividad económica. El resultado previsible, que ya es realidad en algunos países, para 2012 y 2013 no es la recuperación, sino la recesión. Se está ahondando la fosa en que está inmersa la mayor parte de los países de la Unión. Ojalá el hoyo no se convierta en una huesa, a base de cavar y cavar en el agujero.

La prepotencia de Alemania es un peligro para la Unión Europea

Parecen ser muchas y de muy diversa índole las razones que, en esta incomprensible actitud, empujan a la canciller Merkel, que dice que se siente apoyada por gran parte de la población alemana. Llama particularmente la atención la contumaz dureza del trato que está recibiendo Grecia, a quien se ha impuesto, una tras otra, una serie interminable de condiciones, algunas muy difíciles y tal vez imposibles de cumplir a corto, medio y largo plazo, antes de poner a su disposición los créditos de un segundo rescate, que le ayuden a evitar la bancarrota. Pasados varios meses desde la adopción del acuerdo de auxilio in extremis, ha habido que llegar al 14 de marzo de 2012, a punto del vencimiento de un plazo del pago de deuda, para que el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF) haya formalizado la aprobación del desembolso de los primeros 39.400 millones de euros del paquete de 130.000 millones que está previsto entregar al país heleno. De entre las muchas ramificaciones que tiene el caso de Grecia, y sin ánimo de excusar a un país que ha engañado a las instituciones y Estados de la Unión que estaban dispuestos a dejarse burlar, quiero detenerme particularmente en unos episodios de carácter histórico, porque pueden ayudar a entender la dura actitud alemana y por las analogías y similitudes que, en parte, tiene el actual trato dado por Alemania a Grecia con el que recibió Alemania de las potencias vencedoras al final de la primera guerra mundial del pasado siglo, luego suavizado tras la segunda guerra mundial.

Pero antes quiero recordar algunos acontecimientos más recientes, no de la historia universal, sino de la historia de la Unión Europea. El primero se refiere a la facilidad con que Alemania y Francia se hacen perdonar sus incumplimientos de ciertas normas comunitarias y la dureza con que tratan a los demás socios, sobre todo si entran en la categoría de los que ellos consideran países débiles. Desde el año 2000 hasta el 2010, Alemania, que ahora se ha convertido en el guardián del frasco de las esencias de la ortodoxia, ha vulnerado catorce veces las obligaciones del Pacto de Estabilidad y Crecimiento en materia de déficit público y deuda pública. Y Francia, cuyo actual presidente, Sarkozy, ejerce no se sabe bien si de adalid, escudero o perro faldero de Merkel, ha incurrido en inobservancia el mismo número de veces: catorce. Lejos de reconocer limpiamente sus faltas y hacer propósito de enmienda, forzaron una interpretación y adaptación del Pacto que les fuera favorable. En lenguaje castizo, en eso consiste la “ley del embudo, para mí lo ancho, para ti lo agudo”. Estos dos Estados, que tanto y tan bien han funcionado en otros tiempos como líderes y locomotoras de la Unión, a raíz de la crisis de la deuda soberana y del euro, se siguen creyendo líderes, pero en realidad hacen ostentación de una prepotencia perversa y despectiva con el papel atribuido por los Tratados a las instituciones europeas, que se han dejado ningunear y comer el terreno, a medida que Alemania y Francia iban suplantando su papel y funciones.

En segundo lugar, hay que aclarar que Grecia deja mucho que desear como Estado miembro de la Unión Europea y de la Unión Monetaria. Ahora se dice que no debiera haber entrado en el euro cuando lo hizo y como lo logró. Se manifiesta, incluso por algunos responsables de las instituciones europeas y lideres de algunos Estados, que, cuando se aceptó su incorporación a la Unión Monetaria el 1 de enero de 2001, Grecia no cumplía las condiciones de convergencia establecidas en el Tratado de Maastricht para poder entrar en el euro. Pero, empezando por la Comisión, continuando por Eurostat, siguiendo por Alemania y terminando por el resto de los Estados, todos miraron para otro lado y nadie se opuso. Cuando ya era tarde, llovieron las reconvenciones y las exigencias de responsabilidades, algunas con visos de revancha. En agosto de 2011, el que fuera canciller de la unificación de Alemania, Helmut Köhl, declaraba en la revista Internationale Politik que “conmigo como canciller, Alemania no habría aprobado la entrada de Grecia en la eurozona, en su situación concreta, que, cualquiera que mirase con atención, podría haber apreciado”. En la misma entrevista citada, a sus 81 años, aseguraba también en un ejercicio de crítica que le honra, que, con él como canciller, Alemania no habría violado el Pacto de Estabilidad. Lo cual a lo mejor es mucho decir. Lo que sí se puede afirmar es que el Pacto de Estabilidad fue una idea para embridar a los mal llamados PIGS (ahora son los PIIGS, con el añadido de una nueva I) y, menos ofensivamente, pero con el mismo desprecio, Club Med. Lo paradójico del asunto es que las primeras víctimas del invento fueron sus mentores. Para Köhl, los dos errores alemanes a que antes hacía referencia (caso griego e inobservancias) están en el origen de los problemas que ahora lamentamos. Ahora bien, cuando el 1 de mayo de 1998 se cerró el acuerdo para concretar qué Estados iban a inaugurar la eurozona (Alemania, Austria, Bélgica, España, Finlandia, Francia, Irlanda, Italia, Países Bajos y Portugal), ¿cuántos de los citados podían presumir de tener pleno derecho a entrar en el nuevo y selectivo club con la cabeza alta, cumpliendo al pie de la letra todas y cada una de las condiciones de la convergencia nominal? Por algo se ha dicho que la Unión es el reino del cambalache cuando por razones políticas interesa ser flexible.

El recuerdo de las circunstancias de la entrada de Grecia en el euro induce a traer a colación más información. El actual presidente del Banco Central Europeo (BCE), Mario Draghi, no está libre, ni tal vez consiga librarse nunca, de insinuaciones en torno a su posible conocimiento y responsabilidad, directa o indirecta, en el maquillaje, en verdad falseamiento, de los datos relativos al déficit público y deuda pública aportados por Grecia a la Unión. En febrero de 2010, el New York Times informaba sobre sospechas de que el banco norteamericano Goldman Sachs había asesorado al gobierno heleno en la ardua tarea de enmascarar los datos de la deuda griega, para aparentar que cumplía los requisitos exigidos por el Tratado de Maastricht y el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, todo ello en relación con su status en el euro. Unos días antes, la revista alemana Der Spiegel daba cuenta de la existencia desde 2002 de un acuerdo entre el gobierno conservador de Kostas Karamanlis y la citada firma bancaria para ayudar a ocultar la verdad sobre el déficit griego mediante operaciones de ingeniería financiera. El problema reside en que el actual presidente del BCE, Draghi, fue vicepresidente operativo para Europa de Goldman Sachs Internacional desde enero de 2002 hasta diciembre de 2006, en que fue nombrado gobernador del Banco de Italia. El interesado ha negado haber tenido alguna participación en nada relacionado con el maquillaje de las cuentas públicas griegas, bien porque esas operaciones fueran anteriores a su incorporación a la firma, bien porque su papel en Goldman Sachs se limitaba al sector privado, habida cuenta de sus anteriores puestos de responsabilidad en el sector público. Uno de ellos fue el de Director General del Tesoro italiano (1991-2001), que llevó aparejada la presidencia del comité de privatizaciones de Italia (1993). Es aquí donde Roche (2010) encuentra la clave de su posterior fichaje por Goldman Sachs, que se habría beneficiado de la privatización de la petrolera ENI durante el mandato de Draghi al frente del comité de privatizaciones, al menos a través de la adquisición de buena parte de los activos inmobiliarios de ENI.

El BCE, configurado a imagen y semejanza del Bundesbank, tiene como misión fundamental salvaguardar la estabilidad de precios en la Unión. La inmensa mayoría de la opinión pública, de los historiadores y de los expertos en economía admite que una de las obsesiones de Alemania es evitar la inflación. Se diría que los alemanes nacen con una marca genética que les trae a la memoria de manera insistente y persistente el recuerdo del descomunal descontrol de precios que sufrió la República de Weimar en la segunda década y primeros años de la tercera del siglo pasado. Muchos asocian el descontento popular por el caos de precios con el ascenso del nazismo y la llegada de Hitler al poder. Donges (2011), profesor de la Universidad de Colonia, adscrito al neoliberalismo económico, justificaba y aplaudía ante la opinión española el dogma de la austeridad y el conservadurismo de la política monetaria del BCE, porque mantiene en unos términos razonables “el control de la inflación, un tema ultrasensible en la sociedad alemana, en cuya memoria histórica figuran los enormes daños causados por la hiperinflación en la República de Weimar hace casi 90 años”.

Derrota y humillación de Alemania

Pero hay razones para pensar que no todo es alergia a la inflación. Aunque no sea tema de las conversaciones de cada día, sobre todo entre políticos, y en público se hable menos de ello, está igualmente grabada a sangre y fuego en la memoria de varias generaciones de alemanes el aberrante Tratado de Versalles, firmado el 28 de junio de 1919, que tiene mucho que ver con el hundimiento de la economía alemana en el periodo de entreguerras. Si no es la mayor, una de las grandes humillaciones que ha tenido que soportar Alemania a lo largo de su historia, cuenta aparte de la vergüenza universal del holocausto, es haberse visto obligada a aceptar que toda la culpa de la primera guerra mundial fue suya y sólo suya. “Los gobiernos aliados y asociados (es decir, Estados Unidos de América, Imperio Británico, Francia, Italia y Japón) declaran, y Alemania reconoce, que Alemania y sus aliados son responsables, por haberlos causado, de todos los daños y pérdidas sufridos por los gobiernos aliados y asociados y sus naciones, como consecuencia de la guerra que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados”. Así reza el artículo 231 del Tratado de Versalles. Como consecuencia, los gobiernos aliados exigieron a Alemania la reparación de todos los daños causados a la población civil de las potencias aliadas y a sus bienes (artículo 232), daños cuya cuantía determinaría una comisión interaliada, denominada Comisión de Reparaciones (artículo 233). Alemania tuvo que ceder a Francia las regiones de Alsacia y Lorena, que más tarde recuperaría el ejército nazi (1940-1945), para retornar a Francia tras la segunda guerra mundial. Alemania perdió a favor de Francia la “propiedad entera y absoluta de las minas de carbón situadas en el Sarre”, territorio que quedó bajo administración de la Sociedad de Naciones y que fue devuelto a Alemania en 1936, volviendo al terminar la segunda guerra mundial a ser ocupado por Francia, por mandato de Naciones Unidas, reteniéndolo hasta 1957, en que volvió a Alemania. El imperio colonial alemán se repartió entre las potencias vencedoras. El tratado se ocupó de cuestiones militares, económicas y laborales. Fueron muy sonadas las penalizaciones económicas que estableció la Comisión de Reparaciones. Por ejemplo, Alemania, debía entregar los barcos mercantes de más de 1.400 TM de desplazamiento que sobrevivieron a la guerra y 200.000 TM de nuevos barcos, para restituir la flota mercante perdida durante la guerra por los vencedores; asimismo, habían de entregar miles de cabezas de ganado, determinas cantidades anuales de carbón, producción química y farmacéutica, y los cables submarinos producidos durante cinco años, etc… Las reparaciones en metálico quedaron establecidas en 132.000 millones de marcos de oro, cantidad superior a las reservas de oro de Alemania, que era de prever que no se podrían pagar. En buena medida, las draconianas y leoninas condiciones impuestas por este Tratado de Versalles parecen una nueva edición corregida y aumentada de las  penalizaciones que Alemania impuso a Francia después de la guerra franco-prusiana, firmadas en Versalles (26 de febrero de 1871) y ratificadas en Francfort (10 de mayo de 1871). Se diría que en 1919 Francia no se conformaba con replicar, sino que quería dar a Alemania un escarmiento definitivo, rompiéndole la columna vertebral de su futura estructura económica, para impedir toda posibilidad de recuperación y revancha. Solo una mente clara y lúcida se alzó, tratando de hacer ver el exceso de las pretensiones. Era el representante del Tesoro del Imperio Británico en las negociaciones, J. M. Keynes. Como no lo consiguió, dimitió, dejando constancia en un libro de excelente traza literaria no sólo de su desacuerdo, sino también de las razones políticas y morales que le llevaron a no seguir siendo cómplice implícito de un error histórico. En un tono que por desgracia resultó profético, Keynes (1919) advirtió: “Si deseamos que año tras año Alemania sea empobrecida y sus hijos se mueran de hambre y enfermen, y que esté rodeada de enemigos, entonces rechacemos las proposiciones generosas, y particularmente las que puedan ayudar a Alemania a recuperar una parte de su antiguas prosperidad material. Si tal modo de valorar a las naciones y las relaciones de unas con otras fuera adoptado por las democracias de la Europa occidental, entonces, ¡que el cielo nos salve a todos! Si nosotros aspiramos deliberadamente al empobrecimiento de la Europa central, la venganza no tardará, no dudo en predecirlo”.

Francia, Bélgica e Italia fueron muy exigentes en el cumplimiento de las entregas de las cantidades y plazos, en la idea de que con lo obtenido en concepto de reparaciones por el conflicto armado saldarían las deudas que habían contraído con Gran Bretaña y Estados Unidos para financiar la guerra. En 1923, Francia y Bélgica ocuparon el Ruhr, como medida de presión para acelerar el pago de las compensaciones y Alemania replicó con el sabotaje económico, mediante la emisión “inorgánica” de moneda para pagar, dando lugar a una inflación galopante, que desvalorizó el montante de las indemnizaciones abonadas. Para hacer frente a tan insostenible situación, bajo la batuta de Estados Unidos, en abril de 1924 se adoptó el Plan Dawes, que toma el nombre del director de la Oficina del Presupuesto de Estados Unidos, que fue quien presidió la comisión encargada de revisar las valoraciones y métodos de pago, hasta llegar a un acuerdo. La solución cargaba sobre la economía de Estados Unidos el buen fin del pacto, pues consistía en esencia en poner en marcha un esquema de movimiento circular del dinero, prestando los bancos norteamericanos fondos al gobierno de EE. UU., que, a su vez, prestaba a Alemania, que pagaría las reparaciones de guerra a los vencedores europeos, que cerrarían el círculo saldando con EE. UU. sus propias deudas por préstamos de guerra. A pesar de la revisión de las cantidades y plazos, Alemania no podía atender las nuevas exigencias de los aliados. El Plan Young (1929) representó un nuevo intento de poner orden en el caos. Pero el crac de 1929 hizo imposible que la banca norteamericana siguiera prestando a los gobiernos y el plan se vino abajo. La hiperinflación en que estaba sumida Alemania fue un factor que ayudó al ascenso del nazismo. Cuando Hitler ganó electoralmente la cancillería en 1933, además de disolver la República de Weimar y de implantar el III Reich, denunció el Tratado de Versalles de 1919, se negó a seguir pagando las reparaciones de la primera guerra mundial e impulsó el rearme militar, hasta desencadenar la segunda guerra mundial.

Condonación de deudas y recuperación. ¿Tiene Alemania una deuda con Grecia?

Derrotada la Alemania nazi, rebrotó el tema de las deudas de las dos guerras mundiales, pero con un planteamiento totalmente diferente. Doblado el ecuador del siglo XX, o sea, más cerca de los tiempos actuales, de nuevo bajo control de EE. UU., en 1953 se firmó en Londres el Acuerdo de la Deuda, con la participación de veintiún países, por un lado, y la nueva República Federal de Alemania (R. F. A.), por otro. Uno de los veintiuno era Grecia. En la introducción del acuerdo puede leerse que a todos les guía el “deseo de remover los obstáculos a las relaciones económicas normales entre la R. F. A.  y otros países y, de esta manera efectuar una contribución al desarrollo de una comunidad próspera de naciones”. La cooperación sustituyó al revanchismo. Dos son los elementos fundamentales del nuevo acuerdo. Los países acreedores perdonaron a Alemania la mitad de las deudas derivadas de las dos guerras mundiales, incluyendo los préstamos de los Planes Dawes, Young y Marshall. Los pagos anuales quedaron en cierto modo relacionados con la evolución económica, de modo que serían inferiores al 5% de los ingresos por exportaciones. Alemania pudo ordenar y desarrollar en paz su economía, hasta adquirir la fortaleza de una potencia comercial mundial. Sin la condonación de la mitad de las deudas en 1953, la evolución de la economía alemana hubiera sido muy diferente.

Alemania terminó de pagar cómodamente y sin apuros el capital principal de sus deudas en 1983. Pero quedaban los intereses. Para que la división alemana que siguió a la segunda guerra mundial no representara una carga económica adicional a la hora de saldar sus cuentas pendientes, en 1953 se acordó retrasar el pago de los intereses hasta el momento de lo que entonces, en plena guerra fría, se consideraba una improbable y casi imposible unificación, fecha a partir de la cual Alemania contaría con un plazo de veinte años para la liquidación de los intereses.

El 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín y el 3 de octubre de 1990 los alemanes celebraron su unificación, ajenos al hecho de que tan magno acontecimiento ponía en marcha el reloj del cómputo del tiempo para el pago de la parte aplazada. Con ocasión de aquel histórico suceso, que pudo hacerse realidad sólo cuando se vencieron las resistencias de Francia y Reino Unido, Alemania hizo saber que compensaría a Europa por otras vías. Unos interpretaron que el anuncio equivalía al compromiso de Köhl de impulsar la unión monetaria, que implicaría la desaparición del marco alemán, símbolo del poder económico germano, y su sustitución por el euro. Otros lo entendieron, además,  como la promesa de que Alemania continuaría siendo el sostén financiero del presupuesto europeo. En todo caso, empezaron a correr los veinte años disponibles para el pago de los intereses, operación que terminó el 3 de octubre de 2010. Muchos alemanes creyeron despertar de un sueño, al tener conciencia de que ese día terminaba financieramente la guerra mundial de 1914-1918.

No faltó algún atrevido que, al tiempo que manifestaba su sorpresa al conocer una información mantenida durante años en el congelador, preguntaba a través de internet quién iba a pagar la reconstrucción de Dresde, destruida por la aviación británica y norteamericana en los bombardeos del 13 al 15 de febrero de 1945, apenas unos días después de la Conferencia de Yalta (4 al 11 de febrero de 1945, a pocos meses de la capitulación de Berlín, que fue el 2 de mayo de ese mismo año), en que se acordó la división de Alemania y el reparto de zonas de influencia en Europa.

 

Las relaciones greco-germanas por las deudas de guerra son un caso aparte. Durante la ocupación de Grecia por los ejércitos del eje en la segunda guerra mundial, el país ocupado se vio obligado a realizar a Alemania e Italia un “préstamo de ocupación” forzoso. Italia terminó devolviendo a Grecia su parte del préstamo. Pero Alemania no lo hizo, a pesar de las reiteradas reclamaciones helenas, incluyendo amenazas de recurrir a los tribunales. Una de ellas, con el mismo éxito de siempre, fue a raíz de la unificación de las dos Alemanias. Albrecht Ritschtl (2011), del departamento de historia económica de la London School of Economics, es uno de los que han recordado que Alemania tiene una deuda con Grecia. Todavía más, el 3 de enero de 2012 las agencias de prensa difundían la noticia de que un grupo de diputados griegos de diferentes partidos había presentado en su parlamento una moción exigiendo a Alemania una reparación de 54.000 millones de euros, sin contar intereses de mora, por la ocupación nazi y los préstamos concedidos por el gobierno colaboracionista durante la segunda guerra mundial. Alemania no saldó su deuda griega. Y Grecia entró en el euro. Uno de los países generosos con Alemania en 1953 fue Grecia. Ahora, Merkel se ha empleado a fondo frente a Grecia en la crisis de la deuda soberana y del euro, y la rueda sigue rodando.

El socio británico y el amigo americano

T. Garton Ash (2012), con cierto deje de ironía inglesa, ha escrito que “en 1953 los británicos hicieron todo lo posible, con bastante nobleza, para ayudar a una Alemania en ruinas a volver a levantarse. Sería una enorme imprudencia, una estupidez que Gran Bretaña abandonara a Alemania a su suerte, justo cuando tiene que desempeñar un papel tan decisivo en Europa, un papel que no quería, para el que está mal preparada y en el que necesita toda la ayuda que se le pueda prestar”.

Es probable que fuera después de la experiencia del Tratado de Versalles de 1919 cuando EE. UU. cayó en la cuenta de que hacía falta estar encima de los acontecimientos de al lado de acá del Atlántico, mejor dicho, más acá del canal de la Mancha. Y decidió ejercer como primera y decisiva potencia mundial, arrogándose la tarea de orientar y dirigir a la vieja Europa (Planes Dawes, Young, Marshall, creación de la OECE/OCDE, Tratado de la CECA de 1952, Tratado de Roma de 1957…). Fernández Navarrete (2010) ha contado con detalle el interés con que EE. UU. impulsó tras la segunda guerra mundial, con tanta discreción como decisión, el proceso de integración económica europea. Tal vez la única duda seria haya sido la aceptación final por la administración Clinton del establecimiento de la Unión Monetaria Europea y la creación del euro. Y no está claro que el amigo americano no se haya arrepentido posteriormente de aquel visto bueno, sobre todo ante el panorama de los acontecimientos más cercanos en el tiempo y de la orientación de la política de austeridad europea implantada desde 2009, que ha desembocado en la crisis de la deuda soberana y del euro.

Desaparecida la URSS, uno tiene la impresión de que a EE. UU. ya sólo le interesa Europa como territorio para sus bases e instalaciones militares. Como potencias comerciales, valora más a China, India, Brasil, incluso a Rusia. Europa no cuenta ni siquiera como compañero de viaje para trazar las directrices de la política económica, por el empecinamiento alemán en imponer a toda la Unión una política de rigor absurda y peligrosa, inadecuada para sortear los escollos de una crisis que ya es demasiado larga y dura.

A lo mejor resulta que, al final, tenemos lo que merecemos.

Bibliografía

Donges, J. (2011): “Preocupaciones alemanas”. El País, 18 de diciembre de 2011.
Garton Ash, T. (2012): “Una Alemania europea en una Europa alemana”. El País, 13 de febrero de 2012.
Keynes, J. M. (1919): Las consecuencias económicas de la paz. Barcelona: Crítica, 1987.
Ritschl. A. (2011): “Germany owes Greece a debt”. The Guardian, 21 de junio de 2011.
Roch, Marc (2010): El banco. Cómo Goldman Sachs dirige el mundo. Ediciones Deusto, S. A. Bilbao, 2011. Este libro fue premiado con el Prix du livre d’Économie 2010.

La austeridad alemana, entre el dogma y el ajuste de cuentas. Grecia como paradigma
Comentarios