viernes. 26.04.2024

La alienante identidad del signo

La actual crisis económica tiene una raíz social arraigada entre nosotros y sobre la que debemos reflexionar. Esa raíz se llama consumo y nos ha forjado como individuos egoístas que se definen por lo que ostentan y no por lo que son. El auge del consumismo irrefrenable, el deseo de poseer, la necesidad de hacerse personalmente mediante los objetos que poseemos es algo sobre lo que ya advirtieron los neomarxistas T. Adorno Jean Baudrillard o H.

La actual crisis económica tiene una raíz social arraigada entre nosotros y sobre la que debemos reflexionar. Esa raíz se llama consumo y nos ha forjado como individuos egoístas que se definen por lo que ostentan y no por lo que son. El auge del consumismo irrefrenable, el deseo de poseer, la necesidad de hacerse personalmente mediante los objetos que poseemos es algo sobre lo que ya advirtieron los neomarxistas T. Adorno Jean Baudrillard o H. Marcusse (ahí están El hombre unidimensional o Eros y civilización, La sociedad de consumo, etc, que tienen plena vigencia).

La sociedad de consumo es una ideología establecida a principios del siglo XX la cual progresivamente ha generado una subjetividad alienada y hedonista en donde el narcisismo se encuentra en una posición que nunca antes en la historia había tenido; éste es promovido bajo la fantasía de un superhombre capaz de soportar y vencer todo, en pocas palabras, se le hace sentir que él es dueño de su deseo. El consumismo inicia su desarrollo y crecimiento a lo largo del siglo XX como consecuencia directa de la lógica interna del capitalismo y la aparición de la mercadotecnia o publicidad -herramientas que fomentan el consumo generando nuevas necesidades en el consumidor-. El consumismo se ha desarrollado principalmente en el denominado mundo occidental -extendiéndose después a otras áreas- haciéndose popular el término creado por la antropología social sociedad de consumo, referido al consumo masivo de productos y servicios.

Para Jeremy Rifkin en la década de 1920 se produjo una sobreproducción en Estados Unidos -motivada por un aumento de la productividad y una bajada de la demanda (economía) por la existencia de un alto número de desempleados debido a los cambios tecnológicos- que encontró en el marketing (mercadotecnia y publicidad) la herramienta para incrementar, dirigir y controlar el consumo.

En relación con la evolución desde las primitivas sociedades igualitarias a sociedades de clases diferenciadas y el paso del intercambio y la reciprocidad a la acumulación -que alcanza su apogeo en sociedad actual-, señala el antropólogo Marvin Harris que tras la aparición del capitalismo en la Europa occidental, la adquisición competitiva de riqueza se convirtió una vez más en el criterio fundamental para alcanzar el status de gran hombre. Sólo que en este caso los grandes hombres intentaban arrebatarse la riqueza unos a otros, y se otorgaba mayor prestigio y poder al individuo que lograba acumular y sostener la mayor fortuna. Durante los primeros años del capitalismo, se confería el mayor prestigio a los que eran más ricos pero vivían más frugalmente. Más adelante, cuando sus fortunas se hicieron más seguras, la clase alta capitalista recurrió al consumo y despilfarro conspicuos en gran escala para impresionar a sus rivales. Construían grandes mansiones, se vestían con elegancia exclusiva, se adornaban con joyas enormes y hablaban con desprecio de las masas empobrecidas. Entretanto, las clases media y baja continuaban asignando el mayor prestigio a los que trabajaban más, gastaban menos y se oponían con sobriedad a cualquier forma de consumo y despilfarro conspicuos. Pero como el crecimiento de la capacidad industrial comenzaba a saturar el mercado de los consumidores, había que desarraigar a las clases media y baja de sus hábitos vulgares. La publicidad y los medios de comunicación de masas aunaron sus fuerzas para inducir a la clase media y baja a dejar de ahorrar y a comprar, consumir, despilfarrar o gastar cantidades de bienes y servicios cada vez mayores. De ahí que los buscadores de status de la clase media confirieran el prestigio más alto al consumidor más importante y más conspicuo.

Actualmente, la sociedad de consumo ha exacerbado a tal grado el narcisismo de los consumidores que los ha colocado en una posición divina en donde se cree que se consume porque se puede tener todo y que se puede gozar de ello porque se vuelve propio al personalizarlo. Cada vez es más evidente la grotesca pero efectiva creencia artificial de que hay consumo porque hay beneficio de eso, cuando la realidad es que el mercado se aprovecha de los consumidores y no ellos quienes

sacan ventaja de aquel. En este tipo de sociedad todo es puesto al alcance de la mano de los sujetos, pero bajo un precio: consumirlo.

El sujeto queda reducido y seducido en la idea de consumir para conseguir la felicidad y afianzar su identidad; de ahí las últimas tendencias individualistas que han desplazado al consumo de masas, ahora todo es personalizable, es decir, referido automáticamente a uno mismo. Móviles de tercera generación, coches y en general todos los bienes pueden llevar el sello de quien los adquiere. Pero a pesar de todo eso la ansiada felicidad no llega, el sujeto se encuentra igual de solo e infeliz que antes, frustrado por no haber accedido a la felicidad prometida por el mercado pero esperanzado en que en su próximo consumo si lo logrará. El consumidor queda entonces sumido en la fantasía posmoderna de: “Me afirmó por lo que soy y soy lo que plasmó en lo que tengo” de ahí que cada vez le hace falta tener más para poder afirmarse puesto que los objetos tienen un valor de mercado y social perecedero. Se trata de una identidad hedonista, de un modo de ser ante el mundo que viene definida por lo material frente a lo espiritual. No es el conocimiento, la cultura, y los valores y principios éticos que subyacen de ello, en definitiva, el bagaje intelectual, lo que nos define como personas, sino el valor signo que para la persona adquiere lo material.

El valor de signo tiene su origen en la sociedad de los años sesenta que describe los objetos bienes que ya no tienen prioritariamente un valor de uso sobre-determinado por el valor de cambio, es, al contrario, su valor de cambio social (su valor signo) el fundamental y el valor de uso, funcional, no es más que una coartada. Como ha explicado Jean Baudrillard “consumir significa, sobre todo, intercambiar significados sociales y culturales y los bienes/signo que teóricamente son el medio de intercambio se acaban convirtiendo en el fin último de la interacción social”. El consumo no es ni una práctica material, ni una fenomenología de la abundancia, no se define ni por alimento que se digiere, ni por la ropa que se viste, ni por el automóvil del que uno se vale, ni por la sustancia oral y visual de las imágenes y de los mensajes, sino por la organización de que todo esto es sustancia significante. ¿Qué significa ante los demás la posesión de un determinado objeto? ¿Qué valor simbólico frente a la sociedad nos otorga una marca? ¿Qué objetos identifican mi estatus y definen mi personalidad? Además, el consumo, es el nexo constructor de relaciones sociales: se trata de un modo activo de relacionarse (no sólo con los objetos, sino con la comunidad y con el mundo), un modo de actividad sistemática y de respuesta global en el cual se funda todo nuestro sistema cultural. Las relaciones de sociedad, por lo tanto, vienen determinados en buena medida por el consumo de los objetos, por su significado individual y social, y nunca por el capital cultural o intelectual del individuo.

Deseos irreprimibles crean nuevas jerarquías sociales que han reemplazado a las antiguas diferencias de clase. La sociedad de consumo debe analizarse no en tanto que realidad socioeconómica, sino en cuanto código de lenguaje, ya que la actividad económica está basada en el intercambio. El consumo funciona pues como un lenguaje que comporta una parte de signo (abstracción) y una parte de significante (imagen asociada a ese signo) como la cara y la cruz. Por este motivo la sociedad de consumo no tiene sustancia mental, sociológica o económica independiente y autónoma en relación con los signos que constituyen su fundamento simbólico, ya que tal sociedad está basada en el intercambio de signos.

Destruir la identidad signo solo puede ser tarea de la educación, en donde se primen los principios y valores morales y éticos sobre los materiales. Sin embargo, el papel de la educación, a través de la escuela, en la familia, en la literatura, en el cine o la música retrocede ante el poder implacable de la publicidad, la televisión e internet, que se convierten en las principales herramientas de socialización. Alterar este desequilibrio entre cultura y multimedia es una tarea importante para la sociedad moderna de nuestro tiempo. Para ello, debemos construir un discurso que dé fortaleza de lo público, lo institucional, lo común, como patrimonio permanente de todos los ciudadanos y como verdadera forja y flujo de nuestra identidad como sociedad.

La alienante identidad del signo
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