sábado. 27.04.2024

Jurar por lo más sagrado

No soy muy de símbolos ni de banderas. No me molestan tampoco. Trato de respetar las creencias ajenas en el convencimiento de que cada uno tiene derecho a sus propios dioses. Y vaya por delante también que creo poco en los juramentos, válidos en un determinado momento e inútiles cuando cambian las circunstancias.
No soy muy de símbolos ni de banderas. No me molestan tampoco. Trato de respetar las creencias ajenas en el convencimiento de que cada uno tiene derecho a sus propios dioses. Y vaya por delante también que creo poco en los juramentos, válidos en un determinado momento e inútiles cuando cambian las circunstancias.

Creo que la palabra debe de ser sagrada y las promesas hay que cumplirlas porque responden a esa palabra, al convencimiento íntimo de creer en lo que dice el ser humano. Pero �y quizás por eso precisamente- no acabo de entender que a estas alturas de la película, a estas alturas de nuestra historia, todavía se hayan de ritualizar determinados actos oficiales con la imagen presente del Cristo o de la Sagrada Biblia.

Máxime cuando, además, su presencia no ha servido, por ejemplo, para garantizar el cumplimiento del juramente de cualquier cargo público. Es verdad que ya no es obligatorio jurar y que basta con prometer. Pero siempre ante un símbolo de una religión determinada, en este caso, en el caso español, ante el crucifijo.

Es una vieja polémica. Y siempre se pone el ejemplo de que un alcalde socialista, agnóstico para más señas, Enrique Tierno, prefirió dejar sobre la mesa que presidía los plenos municipales, la cruz de Cristo. Fue todo un gesto. Pero un gesto que tiene ya sus treinta años. En aquellos momentos, sin duda, aquella decisión suponía la ejemplarización del respeto a creencias ajenas y, como tal, tuvo su virtud.

Sin duda que el ritual del juramento es más importante en sí mismo que en los símbolos que lo rodean. Se solemniza la intención de servir fielmente a una Constitución y un pueblo, al margen de cualquier religión. La presencia de la Cruz y de la Biblia ni aporta ni quita nada al acto.

Jure cada uno ante quien quiera. Y cumpla ante todos. Pero la verdad es que resulta difícil entender que todavía en un Estado que se declara constitucionalmente aconfesional. “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”, se dice en el artículo 16.

Y hoy la sociedad española, aún siendo mayoritariamente católica, al menos formalmente, no se siente obligada a cumplir con los preceptos religiosos del cristianismo. No obliguemos, al menos, a nuestros cargos públicos a cumplir con lo que muchos de ellos no creen. Que jure, pues, por lo que es más sagrado para todos: La Sagrada Constitución.

¿Es hoy necesario que un ministro, reconocido ateo o no creyente, haya de verse obligado a asumir solemnemente su cargo ante una imagen cuya simbología y sentido no comparte? ¿Quién respeta en ese caso su derecho a no creer en la figura que representa el Crucificado?

Claro que, a lo peor, hay que decir con Antonio Machado:
En preguntar lo que sabes
el tiempo no has de perder...


Y a preguntas sin respuesta
¿quién te podrá responder?


Pues, nada. Lo dicho.

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